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De elefantes, lenguaje y dignidad

En la vasta región metropolitana, en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, había un elefante. Uno blanco: un gran edificio en ruinas que iba a ser el hospital más grande para el sector sur de Santiago (el sector más pobre), y que era uno de los sueños del presidente Allende. Quedó allí como muestra de que los sueños y esperanzas pueden ser borrados de un plumazo, a punta de balas. Por mucho tiempo abandonado, se convirtió en un recordatorio de exigida obediencia a la versión oficial, y también, en lugar de encuentros de los que se perdían en el neoprén de la modernidad impuesta.

Hace pocos años, en el vértigo neoliberal, le dieron una manito de gato al elefante. Con un estilo minimalista-industrial, paso a modernizarse y le cambiaron el nombre a un trendy “Núcleo X”, para agregar en esa equis un apellido vinoso de varias letras para darle un toque especial, más de alcurnia, en la alicaída sección de la gran capital. En las paredes de ese tremendo edificio ahora cuelgan letreros luminosos de gimnasios de moda, servicios varios y hasta un pequeño centro médico a precio de FONASA 1, para, tal vez, espantar fantasmas que penan por lo que hicieron con el espíritu paquidermo de lo que pudo ser.

Por la calle que limita con la espalda del elefantino mall que sueña ahora con metas de ventas y bajas de costo, la pandemia impuso una nueva moda, que, dicho sea de paso, se extendió por muchas partes de la gran manzana sudaca: los rucos. Esas casuchas improvisadas de lo que se encuentra en la calle, y que se organiza de tal manera que sirva de refugio de esa miseria popular desconocida por los gobernantes y por los medios (miedos) de información oficial. 

Frente a la nueva cara lavada del brand new mall, que no junta ni pega con el paisaje, se instaló un ruco de esos que uno mira por televisión cuando se muestran realidades de países con nombres impronunciables. Pero está allí, al lado de la modernidad fría de colores sobrios.

No vemos mucho a sus habitantes. El ruco se instaló en una plaza a medio mal traer, donde las áreas verdes públicas son todo menos verdes.  Reconocemos en ella los cuentos de nuestros padres: la puerta de cortina, los colores de las paredes que no combinan, el carrito de supermercado para transportar cada tesoro encontrado, en fin, la precariedad.

Lo paradójico es que, al costado que mira al shopping mall de aire aspiracional, los habitantes del ruco de país tercermundista instalaron un letrero que indica la dirección de su hogar: en un tono de color que destaca del fondo colorinche, los nuevos vecinos instalaron una tabla con la dirección: “Salmo 91 10”.

Y no. No es el nombre ni la numeración de la calle. Y sí, es un símbolo de esa esperanza que nace aun ahora. Sin ser creyente en algo (alguien), miro la poesía de tallar un verso dedicado al hogar como refugio en algo que parece tan anacrónico en una realidad en donde hablamos de lo virtual.

Lo simbólico no está en cuanta fe o no tienen los moradores del refugio, sino en el empoderamiento del acto de nombrar (¿bautizar?) un espacio para hacerlo territorio propio.

La realidad que viven los dueños de la casa salmista no tiene nada que ver con la de aquellos que se instalaron con su emprendimiento en la mole del frente. Dos mundos separados por eones en lo social, económico y cultural, pero a una distancia física de siete metros entre uno y otro que no explica el fenómeno de la coexistencia en la misma realidad y tiempo y no tener absolutamente nada en común.

Esta existencia alterna, lejana, desprendida de los otros individuos de nuestra realidad, se hace ruidosa y triste en tal vez uno de los hitos más importantes de la historia cívica chilena: la Convención Constitucional.

Lo que hemos visto es un fenómeno que no es nuevo; la novedad es verla en vivo: la violencia expresada como la negación del otro. Personas que tienen una interpretación de la realidad absoluta, única, reduccionista y, lamentablemente, cortoplacista. El desconocer que existe el otro, la negación de expresarse a su manera, en sus formas, y en su lenguaje, es la expresión de la violencia que niega la legitimidad del otro. Y es particularmente paradójico de quienes, luego de negarle el pan y el agua a los demás, tilden al resto de intolerantes, e incluso, llamen osadamente al consenso plural como una “tiranía”, cuando es precisamente un eslabón de la última tiranía que hemos vivido lo que se quiere extinguir. Osado, por decir lo menos.

El ejercicio constitucional debe permitir que el otro aparezca: creo que ese siempre fue el consenso, entendido además por una ciudadanía que eligió un variopinto ramillete de representantes de todas partes. Pero (siempre lo que se dice antes de un “pero” queda borroso después de esa palabra), ¿puede construirse un nuevo escenario, una nueva cancha, con quienes no quieren cambiar las artimañas del juego tramposo en cancha dispareja que les generó tanto gol de media cancha?

¡Y cómo lo expresan! ¡El lenguaje que ocupan para incendiar la pradera! Es necesario recordar que el lenguaje nos hace posibles como humanos. Lo entendemos bien los profesores. El llamado efecto Pigmalión indica que lo que decimos de un estudiante quedará marcado a fuego y este terminará comportándose a imagen y semejanza de lo que creemos.

El lenguaje hace posible que las cosas aparezcan. El ejercicio de Adán y Eva, y de otras historias sagradas, habla de nombrar a lo que nos rodea para que podamos conocerlo y estos elementos puedan ser. Este es el reconocimiento de la acción creadora del fenómeno humano en su esplendor.

Los niños y niñas, especialmente dentro del espectro autista, pueden sufrir cuando el lenguaje adquirido no les permite expresar lo que sienten o desean. El lenguaje permite que la propia humanidad aparezca y empiece el acto creativo de describir su propia realidad. Es entonces donde no se comprende que se quiera desaparecer lo que tanto ha costado visibilizar: Chile es un lugar donde ocurren realidades totalmente distintas en un mismo tiempo y espacio. Estas realidades no se tocan, no interactúan, no se miran ni se reconocen, creando así un abismo entre sus habitantes que hace que el otro no sea nuestra patria, sino un desconocido al que se le mira con desidia y temor.

Resulta incluso soez la audacia de tildar de “show” lo que para el otro ha sido tan sagrado y siempre vilipendiado. Las viejas decían que la ignorancia es siempre atrevida. Más aún cuando es selectiva y escoge que ignorar.

La intolerancia es cruel, pero creo que la tolerancia está muy sobrevalorada. La tolerancia muestra que me aguanto y soporto tu existencia porque no tengo más remedio. Sin embargo, en el fondo, no reconozco al otro como lo que es: un ser legítimo en el hecho de ser. Y pensar, y sentir, y vibrar en forma distinta. Entonces podríamos reconocer que la tolerancia no nos va a alcanzar para construir un nuevo hogar. Nos quedaríamos cortos de cimientos y la estabilidad hogareña temblaría y se grietará al primer movimiento telúrico nacional.

Ya sea por una sobre-ideologización, por no mirar más allá, o por simple interés propio, ponerle piedras al camino constitucional es pegarse un tiro en nuestros propios pies. Y eso es peligroso.

No puedo obligar al otro a ser como yo y a que sienta como yo siento. Un ejercicio maravilloso es darse cuenta que cada persona vive y siente a su manera. Es legítimo sentirse europeo en Latinoamérica, de hecho, conozco muy pocos chilenos “puros”; siempre hay un pariente antiguo que vino de alguna parte del mundo y nos arregla el pedigree. Me acuerdo de un colega que se presentaba a sí mismo como “profesor de historias”, así, en plural. Y cuanta maestría tienen eso. Imponer un canon único solo demuestra la poca empatía que no nos sirve cuando debemos crear la nueva casa.  

Este nuevo espacio democrático de co-crear va a ser fundamental para entendernos como parte de algo más grande. Por ello, la mezquindad del relato de algunos y algunas carece de estatura cívica para lo que se quiere lograr. Ciertamente un mal ejemplo cuando futuras generaciones nos pregunten lo que hicimos para crear un lugar donde ellos y ellas tengan un hogar donde ser, y sentir, y pensar, y vibrar.

El ruco frente al mall permanece suspendido en aquel tiempo cuando la luz eléctrica o el alcantarillado no estaba disponible para todos. Si me encontrara con sus moradores, ¿Qué les respondo cuando consulten cómo les afecta este tránsito institucional? ¿En qué lenguaje le hablo para decirles que ellos también van a tener cabida en la nueva sociedad?

Mientras arrastran el carrito para la recolección del día, siento que tienen más dignidad que aquellos que conspiran para nada cambiar: por lo menos ellos comparten un camino, aunque sea lejos del mall que había sido destinado para cuidarles como en un refugio donde se pudo vivir con eso llamado dignidad.

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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roberto roman morra

Como siempre muy interesante, valoro la forma y el fondo de tu pluma.

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