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Las manos de mi madre

Las manos de mi madre ya no son las que enamoraron a mi padre. Han sido curtidas a base del trabajo incesante (algunas veces remunerado). Aunque todavía guardan el poder del cuidar.

Comenzó su constante laborar en la edad en que otros niños y niñas jugaban; limpiando potos ajenos a los ocho años. Nieta de inquilino en el Chile de los años 40, aprendió a trabajar para poder sostener la vida. Amasando el pan a dos manos, su madre le enseñó a hacer comida, guardar para las vacas flacas y coser las mejores sábanas que he probado hechas con sacos de harina.

Las manos de mi madre se forjaron en el trabajo del campo ajeno, el rastrojo de papas y los cigarros del abuelo que aprendió a fumar desde niña, desde antes de empezar su trabajo en la fábrica de nuestro Peñaflor querido haciendo zapatos para remendar su alma y cuidar de la nuestra.

Las manos de mi madre también aprendieron de golpes. Del padre que garzoneaba en las quintas de recreo y se señoreaba puertas adentro. Ay de que el plato de comida no estuviera listo cuando llegaba. Entonces el infierno, peor que la boca de lobo del camino del diablo (ese que conectaba Peñaflor con Talagante), se desataba en el hogar que la iñora Inés, mi abuela, con tanto trabajo trataba de sostener.

Las manos de mi madre entonces, necesitaban cuidar de su madre también. Al tiempo, esas manos aprendieron el arte de los zapatos nacionales. Del cuidado al elegir los mejores materiales. Sin saber de escuela, aprendió el misterio de los planos de las nuevas creaciones, el control de calidad, los detalles de la elaboración, el hacerle el quite a los hombres que la miraban con lascivia y a defenderse del patrón de delantal blanco y alma negra-negrera.

Pero los dueños, los extranjeros que trajeron la fábrica a esta copia no tan feliz del Edén eran otra cosa. Gracias a ellos, y tal vez por la carga emocional de la Europa desgastada por dos guerras, trajeron no sólo empleos, sino unión para sus trabajadores (no colaboradores, como eufemística y siúticamente se dice hoy). Gracias a ellos y su conciencia, y créditos blandos, se crearon muchas poblaciones para sus empleados y sus familias. Y de lunes a viernes a trabajar en la fábrica. Sábados, domingos y festivos, vacaciones de verano y lo que se pudiera, a construir la casa propia, el castillo del reino familiar que prometía cumplir los sueños de un futuro esplendor. Y las poblaciones tenían nombre de secciones de la empresa, o de los dueños, como reconocimiento popular a quienes entendían que, en palabras de mi madre, una mano lava a la otra y las dos lavan la cara. Había un colectivismo propio de quienes sueñan en masa, cocinan para todos y cuidan de la cabrería. 

Pero vino la crispación social de los 70. Y claro que, con un marido paco, perdón, carabinero, la cosa era difícil. Sostener la familia con los exiguos sueldos o comprar en el mercado negro se hacía cada vez más difícil.

Y la humillación de más de algún exaltado que nunca entendió al presidente popular le hizo volver a remendar la comida con harapos que le enseñaron cuando era niña.

Yo aprendí a ver a través de los ojos de mi madre. Sus manos se movían desde el disfraz que el colegio particular subvencionado exigía hasta los cuidados a mí, mis hermanas y el cansado padre que siguió trabajando en colectivo primero, después del uniforme, y en un camión después, para pagarle a sus hijos una carrera.

Pero mi madre se iba gastando. Sus manos empezaron a doler. Con cada pena, cada derrota y cada miedo por sus hijos, las manos de mi madre fueron siendo moldeadas por la artrosis que lentamente se lleva la movilidad y la paz de un cuerpo que ahora duele.

Mis padres no son complejos. Son de naturaleza simple. Bondadosa diría yo. No se meta en cosas, hijo. Hágase el leso. Claro que pensaron que el orden estaba por sobre los cambios que hace cincuenta años otro viejo con alma de joven quiso lograr.   

Una invitación para mi padre en los años oscuros. Mi madre, siempre más astuta que los mejores letrados, le increpa que, si él quería tanto su uniforme, porqué lo iba a cambiar por tres trajes de Johnson’s, aunque fuera más plata. Esa fue la decisión más sabia, más lúcida e inocente a la vez que pudieron tomar. Hasta ahora, mi padre anda tranquilo por la calle, con la frente en alto y con el saludo en la boca de todo quien le conoce. No tuvo que cambiarse de pueblo. No terminó loco o ahogado en alcohol como otros que tomaron la oferta. 

¿Por qué no te metes a concejal? – un día le dije. -todos te conocen, ¡saldrías altiro! – “¿Y cómo te miro a ti y tus hermanas a los ojos después?”- fue su lacónica lección que más marcado me dejó. No, mi padre no estaba para tránsfugas negociaciones o platas mal habidas. Y eso no lo aprendió en la escuela de carabineros, sino en la vida de niño pobre sudaca del siglo pasado.

Pero las manos de mi madre lo consolaban, mientras tejía para nosotros chalecos y calcetines para el frio invernal que calentaba comprando leña por kilos, la misma que antes recogía en el cerro cuando niña.

Las manos de mi madre vieron cómo siempre escaseaba el dinero en los 70 y 80. Íbamos al persa de estación central a comprar ropa para el colegio. De vez en cuando pasábamos por una protesta que no entendía yo con mis siete años a cuestas.

Las manos de mi madre me pasaban la radio para escuchar mi regalo de cumpleaños: un casete de Los Jaivas, gusto heredado del Álvaro, el vecino adolescente que cuidaba de este mocoso porque le nacía, porque había espíritu de comunidad en la población, porque don Jorge, nuestro vecino del frente, le enseñó lo que era la hospitalidad.

Viví mi infancia lejos del miedo. Muy cuidado, tal vez incluso demasiado. No fue sino hasta el encuentro de otras historias que comprendí el horror. Es que estaba tan lejos de ello que no lo noté hasta mi adolescencia en el pedagógico. Entonces, lentamente, las manos de mi madre tuvieron que aprender a dejar a sus hijos hacer su camino.

Encontré otras manos. Igual de ocupadas que las manos de mi madre. Algunas con las mismas cicatrices, otras, con heridas profundas. Mi andar se fue para el antes llamado pueblo. Muchos de ellos ahora se autodeterminan como clientes.

Pero conocí historias profundas. Lo que más me fascina de las personas es su infinita humanidad. Infinita en el sentido del espectro al cual conocer; humanidad en el sentido de lo profundamente equivocados que podemos estar. El error como el verdadero símbolo de lo humano. Total, lo otro es divino. Jamás conocí a nadie que no tuviera las manos con algún signo de dolor.

Entonces conocí manos que buscaban en el desierto una astilla de sus hijos perdidos en la negra noche de la desaparición. Curtidas de tanto sol que quema e indiferencia que mata por segunda vez.

Cada astilla de hueso, diente o jirones de ropa les traía de vuelta la esperanza de tocar a sus hijos de nuevo. Mi madre me abrazó cuando terminé la universidad, cuando me casé con mi mujer amada o cuando nacieron mis hijos. Las madres del desierto no tuvieron tal fortuna. Otros decidieron negarles el derecho a ser familia.

Conocí manos que amasan rencor. Con cada día que pasa, la pena de la ausencia se volvió cada vez más insoportable. ¿y cómo no, si le quitaron el milagro de la vida que tanto dicen ahora proteger?

Una vez, gracias a una hermosa amiga a la cual poco veo, conocí a la gran Anita González. Sus manos se parecían un poco a las de mi madre: las arrugas mostraban el inalterable paso del tiempo. Pero sus uñas eran largas, coquetonas, pintadas de fuerte rojo. Su anillo grande como reloj, y su fuerza mezclada de melancólica alegría me conmovieron porque ella, con sus manos, sus luchas y dolores, transformó su venganza en una alegría que no le pudieron arrebatar. Sin embargo, sus manos no tuvieron la fortuna de tocar a sus hijos, esposo y nieto (o nieta, nunca se sabrá), como si lo pudo hacer mi madre. El dolor no se mide por los llantos, se mide por las ausencias y los dolores que nos echamos al hombro para seguir caminando con esperanzas rotas que hieren los pies en el caminar. 

Mi abuelo paterno murió en un accidente al poco tiempo del nacimiento de mi padre. Hace años, luego de varias negociaciones con la familia que se negó a contar entre los suyos a un huacho de madre divorciada, logró por fin trasladar los restos de su padre, que estaban en la misma sepultura desde que tenía uso de razón, a la bóveda familiar del cementerio parroquial. Yo estaba trabajando y no podía ausentarme de la nueva pega, pero ese día mi papá envejeció mucho. La primera sensación de tocar a su padre, con todos sus sentidos, fue el tomar sus restos para meterlos a un parvulito y depositarlo con la esperanza del encuentro en la otra vida. Mi madre me contó que, los 50 metros de distancia entre la sepultura que dejaba y el nuevo hogar para mi abuelo, mi padre se fue encorvando más y más. ¿sería el peso de la ausencia de su padre durante toda su vida o el sobrecogimiento de tocar lo que quedaba de él por única vez en 85 años? Me abruma pensar que aun así él fue bendecido por quien sabe que dios: tiene donde pasar el 01 de noviembre (cumpleaños de mi madre), y sentir esa conexión que da saber que ahí está su padre, su familia, su sangre y carne. La comunión con lo sagrado de un vínculo nuboso por el tiempo de separación, nunca una palabra o una lección, como me la dio a mí. Y, aun así, tuvo más que la Anita. 

Y no quiero caer en la tentación del empate, la comparación o la medida de dolores. ¿Quién podría osar caer tan bajo? ¿cómo mediría Friedman el impacto de la política del exterminio inspirada por su neoliberalismo salvaje? ¿la sangre, el dolor o las lágrimas se transan en la bolsa?

Mi madre me enseñó una cosa: “los hijos son sagrados, no se les toca”. “Si me tocan a uno de los míos, ahí me verán.” Aprendí así del Cuidar, con mayúscula, como lo sagrado a proteger.

Por ello, no puedo sino empatizar con quienes no pudieron nunca más tocar a sus hijos. Detenerlos por pensar, torturarlos, matarlos, enterrarlos, sacar sus cuerpos y hacerlos desaparecer, mentir y callar al respecto es lo más horrible que puede hacer el hombre a los hijos e hijas de otros hombres.  

Pedirles a los que obligaron al luto permanente que olviden y perdonen es otra crueldad. ¿cómo olvido la mano de mi hijo mayor que me tomó cuando, recién nacido, agarró mi dedo con su pequeña mano? ¿Cómo olvido las noches de tos, médico, volver a casa y ducharse para ir a trabajar? ¿Cómo olvido la lucha de mi hijo mayor para aprender a hablar porque su autismo impedía comunicarse? ¿cómo olvido todo lo que ellos me han enseñado?

La madre patria no puede olvidar. La madre patria, como madre, está mancillada por los hijos que no están o que fueron a dormir en lo profundo del mar. Lo peor, que muchos piensan que estuvo bien o que se puede justificar, incluso repetir, cincuenta años después. 

Las manos de mi madre aun no olvidan el cuidar. Aún se desvelan por sus hijos, nietos y nietas. A mí me gustaría pensar que nosotros, como sociedad que nos creemos tampoco olvidemos. No se puede tener una fiesta cuando el velorio va por dentro. No se puede celebrar la vida cuando hay tantas historias inconclusas. Y, como decía la Anita, no se puede perdonar a quien no ha reconocido lo hecho… ¿a quién perdonar? Y ¿qué es lo que tengo que perdonar? Dejen que las madres sepan lo que hicieron con sus hijos, para que ellas decidan lo que hacer con la pena hundida en el fondo del mar.

Las manos de mi madre se encorvaron de tanto amar y cuidar. Pero pudieron hacerlo. Ella no se arrepiente de su cuidar, aunque le costó su cuerpo. Ojalá algún día cada madre, a su manera, pueda abrazar a sus hijos para que la larga noche del olvido sea memoria presente para un verdadero porvenir. 

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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