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Margarita cortó una flor o el parricidio colectivo que pronto se olvidó

Para Margarita y Oliver, para que el tiempo no borre sus vidas y su malentendido amor

Le dicen la ciudad de las rosas. Las bellas y delicadas flores cuyos pétalos se arropan entre si para formar un botón de casta y tímida belleza que apenas asoma con fulgurantes colores que iluminan los caminos y enamoran con su perfume. Rosas de amor, pero ¡cuidado! porque también tienen espinas que las defienden de quien quiera arrancarlas de sus raíces. Los colores pintan un horizonte de contrastes con los lagos y volcanes. Puerto Varas es, sin duda, un bello lugar de nuestro país. 

Pero resulta que también hay otras flores que habitan dicho lugar. Algunas son fuertes, otras más delicadas. Algunas silvestres, y otras que aparecen de la nada. Entre ellas Margarita, que, a pesar de su naturaleza, nunca recibió toda la luz del sol que necesitaba para poder tener plena vida. Y eso la marchitó.

Las flores celebran los colores, las formas, y olores desde la perfecta sincronía de lo diverso que tanto nos deleita cuando nos quedamos contemplando la naturaleza del sur de Chile. Y en eso estábamos, cuando Margarita cortó sus raíces y su pétalo más querido. Parricidio, tildó rápidamente el informe de la noticia que nos remeció. Si hay palabras que crean vida, esta es una que trae a la muerte como el resultado de lo que ocurre cuando la vida es arrancada por el propio dueño del jardín al que pertenecemos.

Es una de las peores tragedias que pueden ocurrir en una familia. El único amor incondicional en un hogar debería ser el que se tiene hacia los hijos. Nada es más sagrado que eso. Pero a veces las cosas no son como deberían ser. 

El amor tiene códigos. Abusar del otro no es amor. Humillarlo tampoco. Se exige compromiso y complicidad para lograr una meta en común. Como las flores, los matices en el amor también se dan, algunos pintan con brillantes colores. Otros opacan el ambiente.

Y tal vez por ello fue lo que fue. La reciente tragedia que conmocionó el país (frase cliché del periodismo farandulero que va a buscar a algún familiar para preguntarle lo que siente al respecto esperando la lágrima que suba el rating para que el comercial tenga mejor audiencia), abre una arista de la que poco se habla. Y es obvio. Lo que no se dice, no existe.  Preferimos la entretención banal a la visibilización del otro.

En una cultura como la nuestra, donde tenemos tan arraigada la idea del individualismo como valor, olvidamos que la otra cara de ello es la soledad. La oscura habitación donde muchos deambulan sin un horizonte, un rayo de luz, una puerta que se abra, una esperanza que permita la vida.

Como sociedad, nos han impuesto la experiencia vivida de ser soledades que vivimos cerca, en espacios más o menos similares de quien cohabita mi espacio. Un cúmulo de sombras que no reflejan lo que nos permitió evolucionar: la comunidad que se cuida. No somos ya comunidad. Hay “pensadores” (así, bien entre comillas, no seres sintientes), que nos quieren convencer de que lo único válido y bueno es la individualidad.

Y claro que hay algo de eso. Pero también, siendo humanos, necesitamos el contacto del otro. El sentido de pertenecer a un grupo que acompaña, acoge y protege. Que escucha alrededor del fuego las historias que compartimos y que nos hacen tener miradas comunes. Pero no. En la sofisticación del mundo, la idea de lo tribal como espacio compartido se ha desechado por ser poco eficiente a la hora de la producción en masa, los miedos de comunicación masiva y la alienación cultural.

Y en eso Margarita se marchitó. Pero no fue sólo ella. La gran batalla de las familias donde el autismo reina y dirige nuestras vidas es la de la incertidumbre de lo que viene y la desidia de los demás. Un camino oscuro donde la soledad es la única compañera de viaje. ¿Quién pudo haber estado con Margarita y no estuvo? Y no hablo de su familia, sino de nosotros, los orgullosos habitantes de esta loca y fraccionada geografía que nos creemos buenos, honestos, solidarios.

Las flores necesitan riego y tierra fértil para crecer y alcanzar los rayos del sol que alumbra y da vida. Y no dejamos que Margarita tuviera esas mínimas condiciones que la hicieran florecer. 

Imagino los largos atardeceres de soledad, angustia silenciada para que su hijo no viera la tristeza que inundaba los ojos de su madre. Tal vez tampoco habría podido comprender eso. Y bueno, se entiende. El niño era autista. No podíamos haberle exigido que entendiera a su madre y su lucha para insertarlo en una sociedad que es más apática de lo que a los autistas se les atribuye.

El camino a casa, en soledad, en conversaciones lejanas, en invitaciones a fiestas de cumpleaños que nunca llegan, en una soledad compartida madre e hijo, solos los dos contra los que pudieron haber visto pero prefirieron no ver. Un control médico que no llega, una medicina que no se puede costear. La atención que se atrasa. Una desregulación que hace a su hijo persona non-grata en la escuela que jura educar el futuro pero que lo etiqueta y no se hace cargo. Entonces, Margarita tiene un torbellino en el pecho: son tantas las emociones y tan mezcladas que a veces hay desesperación.

Una promesa hecha al inicio: “lo daré todo por ti”. Muchas madres, casi siempre solas, hacen esta promesa cuando las golpean sin ningún pudor al entregar el diagnóstico. ¿Qué significa? ¿Qué hago? ¿Qué tan profundo? ¿Cómo?… preguntas que se repiten una y otra vez, pero que caen en oídos sordos para la gran mayoría de familias en Chile que carecen del apoyo necesario para comprender siquiera lo que les están anunciado. ¿Quién les acompaña?

Lo daré todo por ti”. Sin duda un sello de madre que cuida. Pero a veces eso no alcanza. Porque no hay redes de apoyo, no hay una mano que ayuda. Los griegos ya lo preguntaban hace tiempo: ¿Quién cuida a los cuidadores? Entonces la mujer se apaga, la esposa se olvida, la amiga desaparece y queda sólo la cuidadora. Ya no es más una persona con sus muchas facetas, sino que asume de cuerpo entero la única manera de poder lidiar con lo que su hijo necesita: el cuidar hasta que duela, como la vela que se encendió en un improvisado homenaje póstumo y que se terminará acabando porque ya no hay nada más que quemar para iluminar. Hay que trabajar la empatía, le dirán, mientras las puertas se van cerrando lentamente, por donde ella no podrá volver a entrar. Un sin sentido pedir empatía a quien le cuesta biológicamente, sobre todo a una sociedad que no la demuestra ni le interesa voluntariamente, a menos que signifique un beneficio personal y se imponga como moda desde la televisión y sus rostros de maquillados de solidaridad sobreactuada.

Pero no, otra vez, otro año, no fue así. Entonces una idea surge lentamente. Un pacto se cierra, sola, sola, sola entre tantas flores que florecen y dan la bienvenida con colores, texturas y olores que encantan. Margarita ya no se siente parte del jardín, de la tierra donde sus raíces brotaron y no hay una mano que la cuide. Y un día a este Edén le faltó una flor y su capullo. Y por ello no podrá ser nunca esa copia feliz del himno aprendido a punta de disciplina militar de la escuela. No, el jardín está incompleto porque la desidia, la indiferencia y el egoísmo nos hizo perder a Margarita y a su gran amor.

Y la noticia impacta, conmueve y saca un titular fugaz. Sin embargo, pasa al olvido rápidamente. Otras cosas igual de duras ocurrieron días después. Solo que esta vez se podía sacar provecho de ellas; hay un culpable que buscar. No somos nosotros, no somos la sociedad, no nos incomoda porque apunta a otros, no a mirarnos al espejo, más bien buscamos a un grupo que no quiere la paz. Y eso está muy bien. Toda vida debería entenderse como sagrada, solo que, al parecer, seleccionamos de qué apiadarnos y que olvidar. Resulta más simple entonces abocarnos a la rabia colectiva contra un grupo que culpamos, al menos es más cómodo que preguntarnos en que fallamos con Margarita. 

El sacrificio más grande de Margarita, el mayor dolor de una madre, el horror más grande que pudo ocurrir y que, sin embargo, pensó que la única paz para su hijo y para ella misma fue simplemente no estar más pasó al olvido. Y es que eso tiene también el autismo. Así como aparece, se puede voltear la mirada. Porque no somos todos. Porque una minoría es sólo eso. Porque no hay valor para sacar réditos en la reflexión del abandono colectivo a la familia cuidadora. Un parricidio que, en este caso, nos tiene como cómplices pasivos. Un parricidio colectivo.

Margarita cortó sus propias raíces porque supo que el mundo no estaba preparado para aceptar a su hijo. Es más, el mundo no está interesado en él. Por ello también pensó que su hijo estaría mejor con ella. El olvido mediático, la nula reacción de las autoridades, y el olvido selectivo que nos permite agregar su holocausto como una anécdota más antes del espacio televisivo del reporte futbolístico le dan la razón.

Cervantes dijo que los versos son las flores del alma. ¿Cómo arrancarte el alma si es tan tuya, tan enraizada en tu propio ser? ¿cómo empatizar con quien hizo esto? Porque la hipocresía de vernos ajenos al dolor del otro y después reclamar en contra de la desesperación no van conmigo. Porque la mirada de amor de una madre a veces es velada porque la ciegan las nulas oportunidades y apoyos ofrecidos. Porque, una vez más, estamos ausentes cuando pudimos haberlo hecho. Y fallamos. Entonces no pretendo juzgar a Margarita, sino más bien pedirle perdón por no haberla visto. Porque me da vergüenza el olvido y me da rabia la injusticia. Y como Martí decido cultivar una rosa blanca, con la esperanza, ojalá no en vano, de que cada vez más empezaremos a cuidar cada flor y sus frutos como si fueran de nuestro propio jardín. Margarita se marchitó, no seamos una razón más para perder otra flor que merece estar en cualquier jardín. 

Espero que pronto llueva y moje los campos para que pueda surgir la vida. Espero encontrar una patillita de Margarita. Tal vez así podría ella volver a nacer, y surgir desde la tierra, y tener una nueva oportunidad para que su Oliver pueda correr por los campos y parques de la maravillosa ciudad que perdió la oportunidad de verlo crecer.  

Fotografía Ig: @platoterentev

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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José Gac

Me quedé sin palabras.. Pero con deseos de actuar!! Gracias por tan potente reflexión!

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