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Todo parece exagerado cuando se mira desde el privilegio

Desde fuera, la vieja sede del club deportivo vecinal aparece como un lucero que ilumina la oscura noche de la cancha poblacional. Se yergue con toda la dignidad de la casa antigua de tus abuelos que mantiene una brillante reja pintada de amarillo para tapar el óxido y una incontable cantidad de macetas de flores poblacionales cultivadas con más amor que estilo chic.

Pero las puertas están abiertas de par en par, como dando la bienvenida, con música de fondo, de esa que te invita a servirse alguna cosita, al magno evento que está por comenzar.

Al fondo del gran salón, donde se exponen con orgullo marginal los banderines y trofeos que se han logrado en todos los años de existencia del club, se encuentra el mesón improvisado tapizado de premios regalados dispuestos para el asombro del público que llega e incita tal canto de sirena a comprar los cartones roñosos que presta la municipalidad para la realización del Bingo en honor a la vecina que debe pagar los tratamientos del cáncer que le come la vida, las ganas y el raquítico presupuesto mensual.

Ella nos recibe con la mascarilla que le brinda seguridad. Y ese pañuelo en la cabeza para evitar las incómodas miradas de niños y adultos por su calvicie de quimioterapia que se debe pagar. Y cambiar además el medicamento que le hace que se le caigan hasta las uñas, en forma literal.

La dignidad de ella está en su porte, en el andar y recibir con la sonrisa de sus ojos y el abrazo agradecido a las decenas de vecinos y vecinas que vienen a ayudar. La dignidad, arrebatada por la situación de mendigar un derecho y la desidia del sistema y quienes lo defienden, se gana a punta de abrazos con la Pobla, porque, al fin y al cabo, son los vecinos quienes se apoyan. Con lo que puede cada uno, algo se junta. No sea que le pase algo a la vecina, no ve que la conozco desde que llegamos acá.

Nos arropamos en una mesa de las que se deshacen los colegios por ser un peligro para los estudiantes. A cooperar con bebidas, empanadas de queso y papas fritas. Un completito y las monedas para el clásico su propina es mi sueldo del camarín-baño que está a disposición y huele a cloro de feria.

Chiquillos con sus mejores tenidas están ahí conversando, haciendo la previa, comprándole un tecito a la abuelita y entusiasmados con las chiquillas que atienden. Si son del mismo barrio y han intercambiado miradas desde hace rato. Los papitos y las mamitas de estos cabros ya llevan las botellas y las porciones grandes de papas a su mesa para seguir riendo y compartiendo, pero no fumando, porque a la vecina la perjudica.

Y aparece algo hermoso entre tanto bingo que cubre lo que el mercado quiere acaparar: la solidaridad. Hay risas, chistes, ojitos enrojecidos y aroma a vinito tinto que saca fuerzas del dolor. Acá la dignidad se recupera a punta de esfuerzo colectivo, porque a cualquiera le pasa, así que hay que ponerse, ¿cierto mijo?

A la misma hora, pero en otra población de la periferia, un chico está estudiando un poco lo que pasaron en clases en la universidad y que sus amigos le envían por WhatsApp. No alcanzó a ir a clases, porque fue a dejar a su hermana al colegio y luego llevo al abuelo a su (ojalá), última quimio.

Luego del estudio, que no perdona, a la vega, a cargar los camiones, ya que la Junaeb no alcanza para el mes. Ya compró algo de mercadería, pero debe durar un poco más. ¡Y en el verano la Juna no se carga! Hacer algunas monedas es necesario para pasar el mes. En una de esas la prueba no es tan difícil. 

Y así vamos, contando historias, remendando trozos de dignidad embarrados en la amarga negligencia de la mirada que decide no ver. Seguimos como si nada, esperando que las heridas se sanen a la chilena; el tiempo borra la memoria de quienes miran desde el palco.

Pero la memoria obstinada vuelve. Nos recuerda que todo ha cambiado, para que nada cambie. Cada quien, con su historia, sus dolores, sus triunfos, sus infinitos porqués. Mi madre diría que son las cruces que debemos llevar. Cuántos Cristos pululan por este Belén tercermundista con aires de legionario del imperio. Mientras el mall recupera lo perdido en pandemia, los de siempre permanecen en la oscuridad de sus hogares. Ocultos del sol que quema en la calle sin arboles del pasaje de pobla, hundidos en el miedo inoculado por la pantalla, que los asusta del mismo cabro que vieron nacer.

La abuelita de la esquina está feliz. Acaban de traerle una caja de mercadería de regalo. La concejala se lo consiguió a punta de codazos, porque hay otros más afortunados que las reciben gracias a los amigos y parientes del municipio. A pesar de ello, la abuelita está feliz. Su viejo no puede sacarla a comprar ya. El auto que se compro hace años está estacionado afuera. Se unta en su carrocería el polvo sucio como si fuera una capa protectora del sol y el meado de perro. Ya no se usa, no ve que la artrosis no me deja moverme como antes. Y claro, tengo harta fe en la moringa del Omarcito, porque dice que es rebuena, y que no les crea a los médicos, porque él la trae no sé de dónde y allá todos la usan y nadie se queja de dolores. Además, nunca hay hora en el consultorio, y cuando llega a haber una, el médico no llega. No voy más a perder el tiempo allá. No ve que me queda tan poco… ¿Cómo voy a perder tiempo esperando a quien no viene a verme mí?

Tengo que comprar un número para la rifa de mi amigo. Es un tremendo tipo: artista, amante de la naturaleza, sensible ante los demás y muy humano. Tan humano que debe hacer una rifa para poder costear su título. ¿Qué tan importante es un papel para decir lo que ha contribuido en este mundo? A veces parece que nos construimos castillos de papel para pavonearnos frente a los demás, pero basta una pequeña rifa para que la fortaleza construida caiga a los suelos junto a nuestra paz mental.

Y ojalá que a esta estudiante se le olviden esas ideas en esa cabecita febril de veinteañera pena. Las heridas autoinfligidas en sus piernas para parar la angustia están sanando. Parece poético desangrarse para sacar el dolor. Una purga medieval con aires de generación Z que no puede más, entre lo volátil, incierto, complejo y ambiguo de este mundo, y las miradas de repudio y censura de los viejos que deberíamos acogerles y apoyarles.

Todo sucediendo en hogares a lo largo de una ciudad con fuego en las venas. Esos fueguitos que se hablaban se extinguen en la pena de no ser vistos brillar. Cada día que pasa es una aventura, donde lo que ocurre es cada vez peor, mientras la música de fondo, el soundtrack proleta de esta película B es el mejor ejemplo de lo que se obtiene del neoliberalismo cruel que nos domina: tener, aparentar, sin ser, ni pensar. Tener para mí, sin nadie a quien cuidar.

Pero para que tan grave, profe, es diciembre. Se vienen las fiestas de fin de año ¿de qué se queja si tiene todo? Nunca la sonrisa se me ha hecho más amarga. Y si, no tengo carencias. Pero como muchos, estoy a una enfermedad de perderlo todo. Y mi futuro se nubla cuando en quienes debemos confiar nos dejan mirando la fiesta desde la ventana, muy ocupados en la cocina repartiéndose lo que debería ser para todos.

Vivimos en la angustia del país que no acoge al pobre, al ignorante, al distinto. Donde aún existen quienes matan porque era mía, y donde se educan solo a quienes no molestan o no piden algo más.

Exagerar es el derecho a ejercitar mi rabia y pena de estar en este mundo y ver que aun no hay espacio para mis hijos autistas, ni para los hijos, hijas e hijes (aunque te moleste la palabra) que se salen de la norma impuesta por quien sabe qué papito corazón. De esos que ejercen la autoridad desde el poder incuestionable que no deja lugar a reclamos, porque, al fin y al cabo, se salen con la suya. 

Exagerar es el gaslighting que se usa desde el privilegio para decir que no es para tanto, que nunca se ha visto. Y claro, para quienes no lo viven, no lo entienden. Pero hay un elemento más en la ecuación: el no me importa. Tan propio de lo que vivimos hoy en día, donde lo individual conquistó lo colectivo, la pena del otro pasa como una pequeña nube que cubre por unos instantes el inclemente sol del infernal diciembre del sur del mundo, donde algunos seguirán recogiendo latas de los basureros para aplacar el hambre del futuro esplendor.

Fotografía: Julia Larson

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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Carmen

Triste realidad de un país que pudo haber sido mejor, pero al parecer estamos condenados a seguir viviendo como lo describe este crudo relato.
Qué nos pasa como país que no hemos podido ni siquiera romper las cadenas mas finas? Apenas se hace un intento colectivo, sí colectivo, que pudiera ayudarnos a saltar esas vallas que nos aprisionan desde el siglo pasado viene un castigo cada vez mayor, más cruel y despiadado, fríamente calculado, que nos deja de nuevo silentes, esperando a ese salvador – que al parecer – solo existe en los cuentos de niños.

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