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La mano que mece en noches de dolorosa desigualdad

Los que somos o hemos sido padres lo sabemos. Cuando un hijo o hija se enferma hay cosas que pasan a ser más importantes que otras antiguas prioridades. Los informes urgentes, la actualización de la carta Gantt, los mails por enviar, en fin, los apuros del día a día se vuelven insípidamente innecesarios.

Y claro, los llevamos a médico buscando ayuda. Pero algo hay más profundo, más intenso, más desde la emoción que nos regala el vivir. El detalle de arropar a tu hijo para que descanse su cuerpo asolado de fiebres virales, el encontrar el peluche preferido de tu hija, para que sea su protector, y como medieval caballero, proteja el santuario de la pieza de la guagua para que no se enferme más.

Y aprovechamos de malcriarlos. La película favorita, un heladito extra, un ratito más de celular. Mientras recordamos las gotas de paracetamol cada ocho horas, el control de la temperatura, el susto del ibuprofeno; sabiendo que quedan por lo menos tres noches más de vigilia. Y mientras se duermen la siesta de cachetes rojos febriles, los miramos con la ternura que hizo posible su existencia. Y todo el mundo vale la pena por ellas y ellos.

También nos reconocemos. Y recordamos el roce de nuestras sábanas en las pequeñas camas de nuestra infancia, donde más de alguno durmió entre las mejores: esas sábanas hechas de sacos de harina. Y recordamos los cuidados de paños fríos, cascaras de papa en las sienes, y, por qué no, la cera de vela en un papel de diario que daba calor al pecho de bronquitis obstructiva que nos hacía guardar cama. El olor al eucaliptus en la estufa de parafina nos recuerda que tuvimos alguien, una madre con suerte, o una abuela u otro pariente, que cuidó de nuestros dolores y temores cuando lo necesitábamos.

Lo más seguro es que Matías no supo de eso. En un hogar de SENAME, que maquilladamente ahora se llama Mejor Niñez, muchos niños y niñas han pasado por algún reposo médico sin esa mano que meciera sus cabellos o besara sus frentes en búsqueda de la fiebre que elude la amoxicilina con ácido clavulánico. La vida está llena de detalles que hacen sentido y le dan la razón del porqué vivir. Esos detalles muchas veces pasan desapercibidos cuando incluso la cama en la que duermes no es propia.

¡Y que bella historia es la que Matías nos cuenta! ¡Qué reconfortante saber que aún en los lugares más fríos puede haber espacio para que nazca la esperanza! Seguramente es todo gracias a su esfuerzo y dedicación. Pero también a esa tía, esa pariente sin lazo de sangre, pero sí de vida, que le mostró que hacer con lo que le tocó en la ruleta de su paso por estos lares. Matías tiene porque sonreír, porque ya no es sólo Matías, sino que es también un símbolo de lo que se puede ser, a pesar de todo.

Los espectadores nos quedamos maravillados de esto. Sin embargo, también da a pie para variopintas opiniones. Y es que también nos gustan estas historias de superación personal, dando cabida a decir que, no importa el contexto, si se quiere, se puede. Y claro, Matías es un joven excepcional, que tendrá un futuro mucho mejor que lo que las frías estadísticas decían. Pero es una excepción dolorosa; no todas los y las niñas del SENAME triunfarán en la vida. Lo bello de Matías es también un recordatorio de lo abrumadoramente injusto que es nacer en un lugar olvidado. 

Matías tuvo que esforzarse mucho, mucho más que el resto, y triunfó y saco puntaje nacional. Pero para los espectadores también esto lo pueden interpretar desde la mirada que romantiza la pobreza o que justifica la desigualdad social (el que quiere puede, el que no, es flojo).

Seguramente la televisión debió haber hecho notas plagadas de barroco morbo para exacerbar la lucha de este Ulises moderno en contra del destino que las parcas habían tejido para él. Sin embargo, no muchos cuestionan por qué es tan difícil para algunos y para otros no.

Y la desigualdad es peligrosa, pero la naturalización de la desigualdad es peor condena. Conozco muchas personas que vienen del mismo contexto; personas brillantes, con tantas potencialidades que no han podido concretar cosas en su vida, y no hablo del auto, la carrera, o el celular; hablo de construir un lugar de protección y amor que les permita el derecho a soñar y ser felices. Y no es porque no lo merezcan, es porque esa mano cuidadora nunca estuvo. Y la ternura se esfumó en la habitación vacía del hogar de acogida, o en las casas familiares que parecen salidas de películas de horror ¿Cómo pedir ternura cuando nunca la han experimentado?

El momento que nos deja de doler esa predestinación de unos al éxito, y de otros al andar al tres y al cuatro, es tal vez el momento en que nos deshumanizamos a tal punto que podemos justificar lo que ocurre en nuestros territorios porque simplemente “así son las cosas”.

Hoy la organización OXFAM liberó un informe lapidario. Algo que intuíamos pero que no podíamos verter a la hoja Excel del computador del trabajo: la desigualdad mata. 

¿Cuántos Matías más se han perdido porque en sus familias, en el SENAME, en las escuelas, nunca estuvo disponible una mano que acariciara sus frentes? ¿Dónde quedan esos torbellinos de emociones que atraviesan las afiebradas mentes infantiles cuándo más indefensos están?

Volvamos al informe. La desigualdad mata. Goran Therbon lo gritó hace unos años. Nuevos conceptos nos abruman. En un contexto tan doloroso como lo ha sido la pandemia, cada 26 horas nace (¿se crea?) un billonario en el mundo. Cada cuatro segundos, muere alguien a causa también de la desigualdad. Y no lo vemos, nos parece natural y hasta obvio. La desigualdad de un sistema que predestina según origen, no según capacidades ¿Cuántos Matías perdimos desde que estoy escribiendo esto? No sé a UD., pero a mí las historias de esfuerzo sobrehumano me parecen tristes, y, en muchos casos violentas.

La violencia no es sólo la de la calle, de lumpen. También hay violencia económica y estructural. La violencia que obliga a estudiar en los techos para alcanzar internet, o pedir un ladito en casa ajena, para contar con esa ventana al mundo en cuotas mensuales que algunos no pueden pagar.

Muchos de los nuevos estudiantes de educación superior necesitan apoyos que van más allá de lo que se creía antes que deberían ya haber adquirido. Las universidades, porque no me atrevo a decir la sociedad entera, deberán ser capaces de dar contención emocional y orientación para que estos jóvenes puedan llegar a ser la mejor versión de ellos mismos. Es por eso que, contrario a la frialdad del concepto antes compartido, en donde la facultad era ese juez implacable y frío, me evoca la mirada del hogar como primera escuela. Muy pocas madres, padres y familias van a poder acompañar a hijos e hijas en su paso académico; pero son esos lugares llamados hogares, los que enseñan la ternura, el apoyo y la comprensión. Si no le enseñamos empatía a futuros profesores, compasión a futuros doctores, o responsabilidad social a futuros emprendedores, seguiremos perpetuando estereotipos que son capaces de citar grandes ideas, pero que no miran al ser humano que tienen a su lado. Y el sistema seguirá devorando a sus usuarios como un Titán a sus hijos.

Me emociona la idea de un Matías médico. Una ilusión de ver un profesional que entienda la vulnerabilidad humana que nos abruma cada vez que necesitamos ese tipo de ayuda. Creo que en eso también tendrá una tremenda oportunidad: Matías será maestro, guía y pilar. Eso, con su historia a cuestas, nos demuestra que el destino aún está por escribirse, y que la esperanza no es algo que pueda ser robado tan fácilmente. Aun en un lugar frío donde en estos momentos un niño busca una mano que lo cobije. 

La fotografía que grafica esta columna es de Helena Lopes Ig: @helena_wlt

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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Birkner Victor

Excelente columna que invita a la reflexión y corrección de nuestros errores como profesores encargados de crear un mundo más justo.

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