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Agüita pa’ las flores (La patria es el otro)

Mi padre es el hijo no reconocido de un sirio medio arrancado quien sabe por qué; que pasaba sus borracheras durmiendo en los nichos vacíos del cementerio parroquial de Malloco. Se enamoró de una chilena que venía arrancando de la violencia puertas adentro que vivía en la quinta región. Huyó por días con un niño a cuestas y se instaló en esos lugares donde encontró al turco que le cambió la vida.

El amor duró hasta que, al poco tiempo de haber nacido, mi padre perdió al suyo tras un atropello dieciochero.

Desde ahí en más, un niño sin padre conocido, en la pobreza de los años 30 y 40 en Chile rural, la tenía difícil. La vida de juegos, baños en los canales de regadío, abandono emocional de una madre en permanente luto, se veía interrumpida también por el necesario trabajo para ganarse las chauchas que ayudaban a parar la olla de la habitación que arrendaban.

El trabajo de mi padre cuando niño era vender agüita pa’ las flores.

El mismo cementerio, donde, desde que tiene uso de razón, descansa su padre, lo miraba pasar acarreando baldes llenos de agua. Como buen niño buscavida, ofrecía su microemprendimiento para lavar las tumbas, cambiar el agua de los floreros y regar el mausoleo de familia ajena por una propina exigua. 

Mi madre es de una familia tradicional chilena. Nacida en el campo, su abuelo inquilino murió con su traje de huaso. La tradición nacional que preservaban era la de asomarse a la puerta de calle hasta divisar al pater familia para correr a poner el plato en la mesa tan pronto como entrara. Tradicionalmente había gritos y golpes cuando el vino había hecho efectos en el dueño de casa. No sea que la fusta hablara del enojo si no se cumplía el honor para la tradicional violencia patriarcal. Esa violencia hizo que los hijos e hijas quedaran con cicatrices invisibles en el alma de esa familia como núcleo de la sociedad. Un núcleo en constante fractura, pero núcleo, al fin y al cabo.

Y así hemos ido. Zurciendo cicatrices, remendando los dolores de los corazones que no supieron que eso no era normal ni sano.

Las heridas del alma que llevamos no tienen tan solo un origen geográfico. Al menos no como lo más importante, sino un origen moral. Los niños y niñas que pulularon por el Chile en construcción del siglo XX, miran la vida desde la autoridad de decir que sobrevivieron a un tiempo más cruel, más indolente que el de sus propios descendientes. Y desde ahí, el discurso se basa en el temor de no ser reconocido como héroe de batallas que no pidieron, que ganaron y que no se dan cuenta de los remedos que portan. Si yo pude, ¿por qué otro no? La indolencia se pega como el olor a cigarrillo en las ropas de quien no soporta la toxicidad. Así que vamos construyendo algo parecido a una casta que merece estar, y otra que no. Dentro de esta última, un grupo de personas que llegaron no por un sueño, sino por un instinto de supervivencia que mira una invitación que se hizo a medias tintas, con letra chica e hipócritamente vacía. Las calles se llenaron de olores, voces y pieles multicolores que cambiaron, como lo decían Los Tr3s, el verde, azul y gris. Pero no a todos les gustó este chimichurri étnico.

¿Qué tan distintos son quienes nacieron en otros lugares de nosotros, los chilenos de corazón? Shakespeare escribió uno de los párrafos más descarnados en su obra “El Mercader de Venecia”, a propósito de la ignominia constante del antisemitismo descarnado en Europa: Un judío ¿no tiene ojos, no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta de lo mismo? ¿No lo hieren iguales armas?,¿Acaso no sufre de iguales males? ¿No se cura con iguales medios? ¿No tiene calor y frío en verano e invierno como los cristianos? Si nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos ofenden ¿no nos vengaremos? Si en todo somos semejantes, ¡también lo seremos en esto!”

Y bueno, eran tiempos muy pasados. Y la religión era el umbral desde donde nos mirábamos y nos agrupábamos como tribus que somos, discutiendo cual dios nos hacía mejor y nos vanagloriamos de ello hasta negar el dios ajeno. Nuestra verdad frente a la superstición.

Ahora es otra cosa. Al bardo le costaría mucho entender que pasa en este raquítico país frente al frio mar. Algunos le llaman aporafobia. Cuesta y duele ser testigos pasivos, mudos, indolentes al hecho que hay quienes están dispuestos a avasallar a otro que está en la calle sobreviviendo. 

Y no es la idea santificar al desvalido. Tampoco criminalizarlo, supongo. “Y si nos ofenden ¿no nos vengaremos?” Es tan profundamente chileno mirar al otro como una amenaza o como algo inferior. Mientras algunos están contentos porque son bien atendidos a sus caprichos de Black Friday tercermundista, otros temen perder lo que han logrado a punta de esfuerzo dentro de un sistema que les debiera haber entregado más, por principio de justicia.

Y claro que el buenismo no ayuda. Pero las migraciones son un hecho, algo así como las estaciones del año. Necesitamos políticas claras en ello, pero entendiendo que el principio básico sería la con-pasión de mirarme en los ojos del otro.

Y así pasaron los niños y niñas en la marcha anti-migración. Así pasaron mirando cómo sus padres, hermanos, familias, con el derecho que da el miedo y la manipulación, creyeron que era justo quemar los estropajos de otros, lo juntado o regalado que ha permitido la supervivencia de la carpa en la plaza. 

Estaba bien tratar de echar a la gente que afea la vista. No puede ser que lo poco ganado se reparta. Yo me pregunto qué es lo que se ha ganado, si me siento amenazado por quien debería ser tratado como refugiado. Si el enemigo de mis pertenencias es un niño que vive en una carpa y come de lo que se puede conseguir para matar el hambre diaria. 

¿Quién sigue si ahora son las familias inmigrantes? ¿Dónde está la frontera de quien puede vivir o no en esta loca geografía? Tal vez un niño que venda agüita pa’ las flores no tenga espacio aquí en el Chile del siglo XXI. No es una pregunta fácil. Las respuestas tampoco lo son: cuando involucramos a los niños y niñas y les negamos el derecho a dormir tranquilos y soñar, entonces no creo que el futuro en este territorio esté dispuesto a aceptar a mis hijos autistas, o a un niño pobre o a una chica down ¿La copia feliz del Edén tiene salón VIP?

Tal vez el niño raquítico que vendía agüita pa´ las flores en el cementerio de Malloco (donde ahora hay tres, pero ninguno con ese servicio) no hubiese podido llegar a ser un adulto que se enamora, logra su casa propia y cría a sus hijos. Tal vez la vida de ese niño estaba de más, en la pulcra modernidad del desarrollo indolente del Chile aspiracional que no soporta verse viviendo en la población marginal donde nació.

Foto: Martin Bernetti / AFP

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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ximena gajardo

siempr tocas el alma y paras los pelos!!!

Denise Sage

Me interesa mucho participar en estos temas

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