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El perdón sin cambio es mera manipulación

Mientras escribo esto, mi hijo menor, con autismo más visible que el de su hermano, me acompaña, me interrumpe, me muestra sus dibujos y pide sus juguetes deseados que son tan difíciles de encontrar por la especificidad de sus gustos. Esta semana de vacaciones me permite acompañarles un rato más que la ajetreada rutina de mi asalariado vivir me permite. Entonces me espejo y vuelvo a mi pasado, pero con la angustia de mis presentes y futuros.

De niño aprendí que había buenos y malos en la vida. Que había personas que eran malas y otras buenas. A los malos, se les llamaba “del otro lado”. Una frase que me llenaba de inquietud… ¿Cuál era ese lado? ¿Dónde estaba? ¿Qué tan grande era ese lado incógnito? ¿Cuántos eran los del otro lado? ¿Qué lado era el mío?

Poco a poco, según las experiencias de vida que tuve, ese otro lado se acercó. Y resulta que no era tal como me lo habían pintado. El otro lado no eran los malos. Era el tío de mi compañera de universidad, esa que en los 90 me ayudaba a entender la vida universitaria en Santiago, y cuyo tío había desaparecido un día sin dejar rastro alguno. Y mi amiga era una buena persona, por lo que no me parecía verosímil que tuviera a alguien tan malo con su mismo ADN. El otro lado eran personas tan tímidamente pobres como yo, que vivían, sentían y soñaban con lo mismo que yo lo hacía. Eran tan humanos como yo, en lo profundo de nuestros errores y aciertos. Inmensamente humanos, profundamente imperfectos, pero humanos, al fin y al cabo. No humanoides, como se les atribuía tan impíamente. Y es que deshumanizando al otro se le puede hacer desaparecer sin mucho cuestionamiento. La otredad que puede ser obviada porque el establishment lo imponía a fuerza bruta. 

Pero volvamos un poco más atrás. Haber crecido en los 80 me hizo vivir una etapa oscura de este país sin mucha conciencia. Fui uno de los afortunados a quienes sus padres educaron en un colegio subvencionado, donde la educación, en teoría, era un poco mejor. Los 90 fueron mi despertar social, y, aunque con las mismas ideas de mis padres en un principio, ideas que a su vez también fueron impuestas por el medio, empecé a cuestionar esas verdades sagradas, los dogmas que estaban esculpidos en las lápidas del silencio cómplice de la mueca democrática que vivimos. Y cambié. Radicalmente, mis ideas, sueños, escala de valores y temores, cambiaron para hacer sentido de lo que vivo y viviré en los años que siguen. No digo que no tuvo costos, pero sí que me hizo más humilde. Me volví más empático, no sabiendo lo que vendría después. 

Ahora, ya jugando los primeros años de mi segundo tiempo, con la mirada de los años, miro con estupor cómo lo que debería haber sido superado hace años, sale a la luz como lo que la alfombra no pudo ocultar o como la costra infectada que empieza a supurar. 

Entendiendo que la única constante que debemos aceptar es que todo cambia, la sociedad chilena, o más bien la opinión pública (o más bien publicada), decidió patear la mesa y devolvernos a un momento histórico, argumentando cierto revisionismo que no es sino lo que siempre se ha querido mantener como dogma, sin que realmente nos hayamos sentado a ponernos de acuerdo del cómo íbamos a vivir con los esqueletos en el closet que no dejan de recordarnos que pasaron cosas horribles durante años. Por lo tanto, este revisionismo del quiebre más terrible de nuestra convivencia no es sino una constante impuesta por quienes no quieren que se cambien las cosas. Porque cambiar es enfrentarse a un vacío, a mirar al abismo con temor a que nos mire de vuelta. Y nos pregunte, finalmente, “¿Qué hiciste con tu hermano?”

Algunos autores hablan que, en síntesis, vivimos en un mundo VICA (volátil, incierto, cambiante y ambiguo). Y me parece acertado: ¿tendré trabajo con el ascenso de la IA? ¿será prudente tener hijos si el mundo comienza a calentarse de modo irreversible? ¿qué hago si no hay espacio para mis hijos en este mundo? Y claro, desde el lenguaje podemos decir que todo cambia, se modifica y, eventualmente, se re-significa. Negociamos nuestros significados con respecto al momento y tiempo que vivimos. Le damos un modo a la vida que queremos y/o debemos vivir en esa gran comunidad llamada Estado. 

Entonces, deberíamos pensar que, tal vez, debería haber mínimos comunes expresados entre aquellos que deseamos seguir haciendo comunidad. Lo que entendemos por familia, derechos, deberes, participación en la vida pública, en la toma de decisiones y, eventualmente, representación. 

Sin embargo, el clima enrabiado de este tiempo me hace mirar a nuestra sociedad con inquieta preocupación. Y es que, más allá de las legítimas diferencias que tenemos, veo un relato negador del otro que es peligroso en sí mismo no solo porque no nos ponemos de acuerdo con el pasado, sino que no permite la inclusión de todas, todos y todes en el futuro (si, todes, lo digo a propósito).

Y existe un grupo que se hace cada vez más fuerte en muchas partes. Son los mismos que siempre han impuesto, a base de sangre, fuego y poder económico, una mirada al pasado que justifica hasta la peor de las atrocidades, pero que se impone desde un pedestal moral superior a otros, por el simple hecho de que, en el fondo, nunca perdieron sus privilegios y se imponen como triunfadores. Y quienes triunfan, controlan el pasado, el presente y el futuro. 

Son un grupo que ofrece soluciones simples a problemas complejos. Que exuda fundamentalismo religioso como respuesta moral a problemas sociales, pero que también ofrece un anarquismo del capital (como ellos se definen, aunque el concepto es, en sí mismo, un oxímoron), donde la ley que debe imperar es la ley del más fuerte.

Y aquí es donde me desespero. Porque en el mundo del más fuerte, son los débiles los que sufren, son puestos en segundo lugar, utilizados para otros fines, y, finalmente, desechados. 

¿En qué momento pasó la moralidad judeo-cristiana a dejar de pedir justicia y sólo a buscar la caridad de lo que sobre? Recuerdo a Alberto Hurtado y su frase que la caridad comienza donde termina la justicia. Recuerdo a Pierre Dubois diciendo que la justicia que tarda ya es en sí misma injusta. Y no entiendo entonces cómo, creyentes en una deidad, que los siento cada vez más lejos de su modelo, reduzcan a objetos de caridad a sujetos de derecho como son las personas en situación de discapacidad. A 27 horas de amor y 364 días de olvido. No quiero que mi hijo menor viva de la caridad cuando yo no esté, sino quiero que sea la mejor versión de si mismo en una comunidad (Estado) que le permita desarrollarse y vivir de manera digna e independiente. 

En un Estado mínimo, bajo el paradigma neoliberal, el ser humano es entendido libre y digno a partir de lo productivo que puede ser. Si casi la mitad de las personas autistas en Chile no trabaja, bajo esta mirada neoliberal ¿son menos dignos los autistas que no pueden trabajar que los otros que si lo hacen, aunque sea para pagar las cuentas y la comida a tres cuotas precio contado? ¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos con las personas en discapacidad? Un personaje del otro lado de los Andes, de la misma cepa de quienes aquí incluso publican libros del cómo lo moral depende de lo económico, opina que debemos pensar en nuevos mercados, como la venta de órganos, como nuevos horizontes de mercados que nos harán más libres ¿Serán entonces, las personas en situación de discapacidad, repuestos para otros? ¿Esa es la libertad que me dejan para mis hijos?

Otro gran hombre de fe, Desmond Tutu, decía que, si eres neutral en situaciones de injusticia, hemos elegido el lado del opresor. Es entonces que debemos entender a la inclusión y a la diversidad como actos políticos por los cuales luchar. Y luchar no por el concepto abstracto, sino por las personas que se nos vienen a nuestro corazón (re-cordar: pasar de nuevo por el corazón), y entonces mirar, denunciar, luchar por la acogida de nuestros seres queridos que debemos proteger. 

Que corran por la vida, sin que les corten sus alas, los Santiagos, Diegos, Emilias, Maites, y tantos otras y otros, de manera que sean la mejor versión de sí mismos que puedan llegar a ser, sabiendo que, aunque sus padres ya no estén, podrán estar a salvo de los peligros de no ser tomados en cuenta, ser invisibilizados o peor aún, ser descartables para una sociedad del éxito como fin y no como modo. Esa es mi esperanza, mi fe, y mi amor.

No puede ser que, finalmente, en el modelo de desarrollo infinito con recursos finitos, el relato que se imponga sea que quienes no aporten al desarrollo sean el nuevo enemigo interno, ese que, en palabras de Foucault, nos hacen justificar cada vez más el control, la vigilancia y la perdida de libertad del ser. 

A esta sociedad chilena, a esta humanidad deshumanizada desde el relato oficial, le hace falta la fiesta del perdón. Han sido muy egoístas al negarse a pedir perdón por lo ocurrido. A decir estar orgulloso de las obras, pero olvidar dichas obras ante tribunales, o negarlas, en pactos de silencios sellados con sangre ajena.

Una Luisa Toledo se yergue altiva y combativa ante esto. Desde la ignominia herida que le dieron a través de sus hijos, aun clama. Una Ana Gonzalez se pregunta aún a quien perdonar y qué perdonar, si nadie ha reconocido lo que les pasó a sus 5 familiares.

Y no es que el perdón les hubiera ahorrado lagrimas a ambas. Es que también el acto de pedir perdón hubiera liberado a los que hicieron mal ¿No es acaso la humildad un valor en sí mismo? El discurso impuesto por los otros que vanaglorian la maldad pasada me asusta por la que puede venir después. Las razones puede que no sean políticas, pero el hecho de negar al otro es en sí hacer desaparecer al otro. Y eso lo asocio con los dibujos y las canciones de mi hijo menor que todavía me acompaña. 

Los discursos de odio que estamos legitimando, cada vez más, deslegitiman a los otros. Mis hijos son otros, porque son neurodiversos ¿Hasta dónde alcanza la moralidad a borrar a los demás? ¿Serán mis hijos descartables en un futuro, cuando yo no esté? ¿y los tuyos?

Por ahí leí que yo no soy yo, sino todos los que estuvieron en mi lugar antes de mí. En mi ADN están esas vivencias, los dolores transgeneracionales y las alegrías. Somos legión, entonces. Somos los que clamamos por una nueva sensibilidad. No espero un perdón oficial, ya se intentó y no se logró. El perdón sin cambio es mera manipulación. Solo espero, que lo que se construya a partir de los 50 años nos cuestione y escupa en la cara acerca de cuanto hemos estado dispuestos a ignorar conscientemente y cuanto debemos estar dispuestos a mirar profundamente en los ojos del otro, y decirle, finalmente bienvenido.

Voy a jugar con mi hijo un rato, no sea que se me acabe la vida haciendo cosas y desapareciendo de su vida. Ya habrá nuevas luchas, donde, espero, otros se unan, para simplemente tener el derecho de vivir en paz.

Fotografía: Hugo Fuentes – Ig: @hugoloxx

Juan José Lecaros C.
Fundador y Presidente de Fundación Ítaca para la Inclusión y la Familia | + posts
  • Profesor de Inglés UMCE
  • Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
  • Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
  • Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger

Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.

Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.

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Rodrigo Calcagni

Muy bello, profundo y desgarrante. Tenemos todo para ser agradecidos y seguimos insistiendo en vivir desde el miedo. Me llega una poema canción: solo el amor convierte en milagro en barro!

Carmen

Gracias por exponer tan claramente lo que estamos viviendo en esta sociedad chilena. Siento – y creo que muchos de los que me rodean – una angustia latente , la certeza de que nada va a cambiar y será aun peor agravado por factores externos como el cambio climático, por nombrar algo real que ya está presente. Lo siento por los jóvenes y los niñxs que tendrán que someterse a este mundo tan injusto y en el que no habrá cambios, si acaso en un par de décadas.

Alejandro

Que bien expuesta la realidad de fondo de nuestra sociedad, solidarizo plenamente. Veo a esta sociedad enferma, sin valores, sin rumbo, como un perro tratando de morderse la cola, ni hablar de ética de nuestras pseudas autoridades. Veo a mi hermoso país en una etapa feudal dominada por el poder.
Sin embargo, soy optimista, creo en estos espacios de conversación y diálogos son muy importantes y necesarios, pero tambien debemos aportar soluciones o por lo menos pensar primero como individuo, luego cómo o dónde puedo contribuir con un granito de arena en espacios colectivos, como este o cualquier otro pero siempre consencuente y en mente el bien común para una vida digna.
Pertenezco a un grupo de personas mayores que hemos generado una Cooperativa pensando en cambiar el paradigma asistencialista, inactiva o pasiva en la sociedad por un espacio que otorgue oprtunidades de trabajo, entrega ointercambio de conocimientos o experiencias de vida para una vida de calidad con Dignidad.

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