Hace días vengo masticando este malestar y antes de que se convierta en síntoma de alguna patología física, voy a exponerlo aquí, porque creo, siento y pienso que es necesario. Mientras escribo estas líneas, una serie de imágenes ha comenzado a desenredarse de una madeja tan antigua que se pierde en el tiempo. El foco siempre alumbra hacia el mismo objetivo: el cuerpo de una mujer. Puedes ser tú, mi hermana, tu madre o la hija de la vecina.
Es que desde antes de antes han querido imponer algo sobre nuestros cuerpos femeninos, ya sea como una fuente de poder sexual, como depositarias de vida, mediante la cosificación, esclavizándonos y hasta comercializándonos, a punta de vejaciones, bajo normas externas de clasificación, etiquetas y sometimientos. La lista es tan larga que resulta insoportable.
Con la llegada de la pandemia, estos cuerpos de carne y hueso están cada vez más encerrados en las vitrinas imaginarias de las redes sociales, donde un público móvil y manejado por inteligencias artificiales revisa el catálogo de perfiles que le son asignados de acuerdo a su interés. Parece ciencia ficción, pero es cierto y ya se ha informado largamente sobre el tema.
El documental The Social Dilemma (2020), dirigido por Jeff Orlowski, explica muy bien cómo las grandes empresas de software de diversión y redes sociales manejan nuestras voluntades y actúan desde las sombras, con un poder casi profético ¿Te ha pasado que tu cuenta favorita parece adivinar lo que deseas? Más de cinco personas me han comentado lo mismo.
Pero quiero volver al cuerpo de una mujer: el mío. Desde el año pasado he reparado en lo siguiente: cada vez que cambio la foto de perfil de mis cuentas en RRSS y de no mediar algún filtro de quien ve o no ve la jugada, aparecen unos señores completamente desconocidos, que no he visto ni en pelea de perros, para comentar sobre cómo me veo y hasta ponen stickers muy creativos. Como consecuencia de ello, procedo a bloquearlos, pero seguramente son redireccionados a otras cuentas (vitrinas).
El otro día le comenté esto a una amiga, describiendo mi más completo hartazgo sobre los mencionados desconocidos, que por cierto ya me dan asco. No puedo -aquí- mejorar la redacción, ni pretendo eufemizarla. Mi sabia amiga dijo que probablemente estos señores (que nos recuerdan a los jotes), aparecen cuando luzco un escote en la foto ¿Qué tal? Primero me quedé callada y pasé unas dos semanas analizando, pero transcurrido el tiempo y digerido aquel dicho, creo que mi amiga está en lo cierto.
De alguna manera, estos hombres se sienten con el derecho de comentar cuando ven el escote de una mujer. Entonces me pregunto si esto no es otra forma de acoso en la era digital. Ahora que casi no nos cruzamos en la calle, donde antes nos atormentaban con piropos y frases torcidas saliendo de las bocas de otros desconocidos con las mismas ínfulas y atribuciones.
A mí me gusta mucho la luz, ergo, vivo con las cortinas abiertas de par en par, para que el Sol entre completo dentro de mi casa, pero en esta última temporada he comprobado que dicha costumbre tan querida, puede significar en algún caso, la pérdida de un espacio personal y la libertad de mi cuerpo que -otra vez- podría verse expuesto al acoso, entendido este último como cualquier tipo de hostigamiento, molestia o persecución por parte de una tercera persona.
Resulta a lo menos, triste, tener que pensar cómo vestir, cómo moverse, qué hacer, qué decir o qué mostrar, en función de no vivir la experiencia enfermiza de ser acosadas. Parece mentira que esa señal, aparentemente pequeña, puede multiplicarse y expandir su poderío hasta mutar en formas mucho más complejas y sofisticadas que nos pueden arrebatar la libertad e incluso la vida. Porque más allá del toque de queda y las limitaciones de la pandemia, ya no podemos pasear nuestros cuerpos de mujeres por la noche, sin avisar a alguien o enviar nuestra ubicación en tiempo real, por el terror de pasar a engrosar las tenebrosas listas de violaciones y femicidios.
La ropa que elijo y las cortinas que abro o cierro, son decisiones que habitan en los inmensos terrenos donde ejerzo mi identidad. No busco aprobaciones más allá del reflejo que encuentro en el espejo y celebro el cumplido de quien amo y me ama. El resto es solamente una sospecha de acoso que siempre o casi siempre termina mal.
En esto sentido, las cifras presentadas por el Observatorio contra el Acoso Chile el año pasado, son alarmantes. En primer lugar, porque el 64% de las encuestadas declaró haber sido acosada alguna vez en su vida. El 48% ha experimentado ciberacoso. O sea que 08 de cada 10 mujeres entre 18 y 26 años han vivido ciberacoso sexual. Sin embargo, no se percibe aún como violencia sexual por parte de un porcentaje significativo de dicha población.
En cuanto al acoso callejero, el 86,4 % de las mujeres declara haberlo sufrido, mientras que 44,5 % de las mujeres ha sido víctima del acoso sexual laboral y 41,4 % ha vivido acoso sexual en el ámbito educativo. En la mayoría de los casos, los victimarios son hombres.
Como mujeres, hemos aprendido con dolor que sobrevivir en este escenario no es fácil, pero nos queremos vivas y alegres. Lograr los cambios necesarios para una sociedad más justa y equitativa pasa por recuperar el poder desde nosotras mismas. Sí o sí, lo lograremos, con un Estado garante, capaz de articular medidas conducentes a la transformación cultural tan esperada. Vamos por ella.
Relacionadora pública, escritora, defensora ambiental y directora de Tualdea.cl
En sintonía con muchas de nosotras Any.