A mi hijo autista una profesora le reclamó porque no podía comportarse como un niño normal. Nunca esa palabra se ha usado en casa desde su diagnóstico, como forma, a través del lenguaje, de ir cambiando realidades que no lo incluyen. El dolor cuesta ser explicado por un niño de 8 años con poco desarrollo del idioma, y se mezcla con la pena e indignación por la falta de empatía de una persona en quien confiamos podría ayudar a nuestro hijo. Casi con resentimiento, ese de papá-docente, me pregunto cuánto estamos dispuestos a cambiar para tener una educación desde una perspectiva de derechos, centrada en los y las estudiantes, y no en el adultocentrismo que mira a los niños y niñas con necesidades educativas especiales como un obstáculo más que una oportunidad de ser mejor docente y garante de un derecho.
Emociones. Lo que nos pone los pelos de punta, nos regala noches en vela o triunfos compartidos. Las emociones son nuestra primera respuesta porque, antes que racionales, somos seres capaces de sentir alegría, miedo y pena. Pero también somos capaces de sentir lo más sublime y lo más puro: amor.
Siempre me apasiona contar lo que Humberto Maturana explicaba: el amor es el motor evolutivo de la humanidad. Sin amor, sin la ternura de la madre que acoge en su seno al ser más indefenso que acaba de nacer, la posibilidad de vivir se cuela como arena entre los dedos.
Los dedos son otro ejemplo de evolución por amor. Claro que nuestros ancestros desarrollaron sus dedos para agarrarse de las ramas de los árboles, recolectar comida, y cubrirse (o defenderse) ante una amenaza. Pero algo mágico y profundo también ocurrió; la mano también evolucionó para adaptarse a cualquier parte de nuestro cuerpo, lo que nos permitió tocarnos, acicalarnos, cuidarnos, acariciarnos y demostrar afecto. La mano evolucionó en la caricia que muestra amor, preocupación, consuelo y empatía. El hecho en sí de evolucionar y vivir es producto de un acto repetido de amor.
Desde ese acto, toda forma de edificación de la vida humana debiera entenderse también como un acto donde la emoción está presente, y las expectativas nos llenan de esperanza o miedo en lo que puede venir. Siempre me ha aterrado la idea de algunas voces, incluso docentes, que invocan el viejo adagio violento de que la letra con sangre entra. Lo primero que nos ocurre a los humanos es una emoción, lo que nos lleva a algo. El miedo nos condiciona a huir, a arrancar del peligro, a protegernos. El aprendizaje del miedo es de corta vida, de memoria de corto plazo, lo que aprendemos en base al miedo, es condicionamiento, no aprendizaje, por lo que obtenemos buenos alumnos, más dóciles, no mejores personas que transformen sus espacios en territorios inclusivos. El doctor Francisco Mora nos habla de motivar otras emociones que gatillen un aprendizaje de largo aliento: la alegría, la curiosidad.
Eso no lo veo de forma constante en las escuelas. En algunas, más que en otras, la vida no se diferencia mucho a otras instituciones con otros fines; un club social, una fábrica, una cárcel. La crítica de Foucault sigue vigente en este nuevo siglo.
Un hecho que acongoja por lo desapercibido que pasa frente a nuestros ojos es el fenómeno de las escuelas privadas a las que acceden sólo un mínimo porcentaje de niños, niñas y adolescentes en nuestro país. La mayoría de los colegios que son catalogados como los mejores por sus logros en las pruebas de selección e ingreso a la educación superior responden a un paradigma que es en sí mismo excluyente. No pretendo hacer una crítica a la libertad de los padres (y madres, por favor, no les olvidemos) de siempre buscar aquello que les parece mejor para la educación de sus hijos e hijas, de hecho, todos los padres, madres y cuidadores lo hacemos, voy a otro hecho. Estas escuelas cuentan con una infraestructura digna, espacios adecuados, docentes comprometidos y preparados. Cuentan también con una plétora de oportunidades de actividades físicas, científicas y de tecnología. Son espacios en su mayoría, seguros. Hay un respaldo institucional detrás de ellos. Pero cometen un gran error del cual todos, incluso quienes trabajamos en algún momento en aquellos contextos, nos debemos hacer cargo: en estas instituciones la posibilidad de ser otro es casi nula. Como si la escuela tuviera una conciencia propia, se irguen en sus dos pies desde donde levantan su mirada al contexto social y cultural, y, cual conquistador europeo del 1600, deciden qué es lo correcto, lo bello, lo moral y que debe ser cambiado por los propios cánones que van imponiendo.
La mirada entonces, a los otros, cambia. No es una mirada amorosa. Se cataloga al otro y sus usos, costumbres y formas como pintorescas, de mal gusto, erróneas. La posibilidad del ser con el otro, de legitimar al otro, como nos enseñó nuestro Humberto Maturana, se esfuma en un juicio de valor hacia ese otro ajeno: su esfuerzo nunca es suficiente, sus méritos no serán similares a los de los nuestros; sus creencias son supersticiones comparadas con nuestra resoluta verdad revelada.
Es entonces que, en la legítima búsqueda de la libertad de enseñanza, muchas veces se construyen escuelas que más parecen clubes sociales, donde la membresía es excluyente, y el ser parte de uno de estos clubes nos dará la oportunidad de ser alguien.
Y se continúa viendo la paja del ojo ajeno, mientras se perdona la viga en el propio. El esfuerzo familiar por continuar el legado es un orgullo, pero se desestima el esfuerzo periférico de levantarse a las 4:30 de la mañana, tomar micros y buses de acercamiento, trabajar en la obra todo el día, y regresar cerca de la medianoche a una casa de hijos ya dormidos, en un barrio de fuegos artificiales que impiden el descanso que se necesita para continuar en la obra al día siguiente. Para algunos, ese esfuerzo nunca será suficiente.
Y claro que se habla de amor, solidaridad y paz. Pero en abstracto. Nadie podría estar en contra de esos valores, y todos están a favor de tales conceptos, así, en abstracto. En más de algunos de esos establecimientos se realizan iniciativas como las pías misiones a Las Indias, para mostrar la verdad revelada a los que viven en la ignorancia. Pero, parafraseando a Hélder Cámara, cuestionar la existencia de realidades vulneradas, empobrecidas, resulta de un extremo intolerable. Cuando el otro, quien no pertenece al círculo, tiene un nombre, una cara, una historia y un sentir que difiere al canon impuesto, se vuelve molesto e insufrible para algunos.
Las escuelas que forman a nuestros líderes han fracasado entonces en mostrar con humildad la humanidad que compartimos. El accidente de nacer en una cuna o en una caja de cartón, perdonando la metáfora, es vista como una bendición por la cual estar agradecidos, no como una misión de erradicar las cajas de cartón. Y entonces se mira a los otros como eso mismo, otros, distintos a nosotros. Sin un sentido de pertenencia, sino de lejanía, de suspicacia, miedos y, finalmente, odio. Porque le tememos a lo que no conocemos y odiamos sentirnos vulnerables.
Y se crean realidades que no se tocan. Y claro, en medio de un proceso que nos invita a conversar, como lo fue el proceso constituyente y el plebiscito ad portas, nos dimos cuenta que no solo estamos lejos geográficamente unos de otros, sino también emocionalmente.
Entonces es válido apelar a la emoción. La emoción de pueblos mancillados por la violencia que arrasó su cultura, transformada en mitos, leyendas y folklore. La emoción de padres, madres y cuidadores de personas en situación de discapacidad, que por primera vez tendrán derecho de soñar con un lugar verdaderamente inclusivo que los acoja en su individualidad.
Es humanamente obvio sentir miedos ante lo desconocido, pero en lo personal, tengo más miedo de que nada cambie. Al discurso pre-cocido sin deseo de concretar realidades más justas.
La escuela ha sido un experimento que no nos enseñó a mirarnos con amor, sino como grupos disgregados, ajenos e incluso adversarios.
La escuela no dictó pautas de convivencia social para la vida, sino que legitimó y mantuvo las estructuras individualistas donde la competencia, el individualismo y el exitismo se transformaron en virtudes cardinales que incluso hacen que conceptos como solidaridad y justicia (de apellido social), sean olfateados con narices respingadas.
Las escuelas, donde yo también habito, fallaron en la creación de una verdadera comunidad. Tal vez un cambio de paradigma permita una sensibilidad diferente, una donde ningún niño se sienta culpable por ser quien es. Y donde una escuela no hable de evaluar si un proyecto de inclusión en marcha es realmente viable, (dejando a los padres como yo en vilo), sin hacer los esfuerzos necesarios para primero ser dignos de llamarse el segundo hogar (y con el lujo de ser parte de cierta religión que no está dispuesta de todos los niños vengan a Él).
La escuela debe volver a marcar las pautas de comportamiento ético que nos rijan para la vida fuera de ella, donde exista el espacio apropiado para todas y todos. Solo entonces podremos decir que la escuela descubrió sus errores y aprendió de ellos, como lo hacen niños y niñas. Mientras, solo son meros entes que cubren de soberbia la falta de empatía a un niño (como penosamente tantos otros, sé que no soy el único padre con esta experiencia), que solo busca ser quien es: un niño que aprende, juega y siente diferente, pero que es capaz de sentir donde hay amor y donde no. Pareciera que algunas escuelas carecen de brazos para abrazar a los que tienen a cargo. Y así no hay evolución posible.
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Qué sabio mi amigo… muchas veces me pregunto, ¿dónde está el respeto y la aceptación de cada uno de sus alumnos… siguen actuando cómo máquinas que serán calificadas si “ lo hacen bien”
No hay respeto ni gran dedicación a las diferencias, perdón a las diversas cualidades de cada niño…
En la Biblioteca cada niño tenía su espacios … habían muchos ayudantes… se sentían tan orgullosos que yo confiara en ellos…
Eso es educación… no contenidos.. aprender a respetar y aprender a ser respetados … creo que fue uno de los motivos para mi despido …
Integrar a todos mis niños y a enseñarles la importancia del respeto a las diferencias individuales…
ya cambiará este sistema tan antiguo e injusto …
Cariños gran amigo….
a perseverar no más .
Te estimo mucho….
Denise