Sueño con un mundo donde nadie controle a nadie. Desde la infancia siempre sentí que si me comportaba responsablemente y era consciente de las cosas que estaba haciendo, no había razón para someterme al control y autoridad de otras personas. Pero las complejidades de la vida en sociedad y la coordinación de voluntades colectivas múltiples hacen que las nociones del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la justicia y la verdad; se vuelvan difusas cuando surge la tan humana subjetividad individual. Por eso es que al vivir en sociedad, entendida como una colectividad organizada y compleja, se hace necesario que el Estado cuente con mecanismos e instituciones que permitan administrar el orden y la seguridad en pos de una convivencia lo más armoniosa posible entre todas las personas. Hablo de orden y seguridad en el más amplio sentido de la palabra, desde dirigir el tránsito para prevenir accidentes o conflictos entre transeúntes, hasta identificar, perseguir y desmantelar organizaciones vinculadas, por ejemplo, a la trata de personas. Desde ese punto de vista creo que es importante contar con dispositivos estatales que permitan gestionar la convivencia entre múltiples voluntades.
La profunda crisis institucional que atraviesa Carabineros de Chile, y que se arrastra hace ya varios años, dejando un historial de abuso de poder, vejaciones arbitrarias, corrupción, malversación de fondos, encubrimiento, violaciones a los derechos humanos y asesinatos; es una crisis que pone en tela de juicio a la institución como legítimo administrador de la gestión pública para el orden y la seguridad. La razón es muy simple: ya no confiamos en ellos. No confiamos en sus procedimientos, ni en sus protocolos y, lo más grave aún, no confiamos en su propósito de ser custodios garantes de la seguridad de todas y todos.
Esa pérdida de confianza es natural si consideramos hechos tan bullados como los que enumeré anteriormente y que llevaron a Carabineros, de ser una de las instituciones mejor evaluadas por la ciudadanía, a recibir cuestionamientos prácticamente transversales a todos los sectores de la sociedad. Es que no se ajustan a los protocolos. Es que están sobrepasados. Es que no están bien preparados. Las explicaciones sobran. Cada vez que un compatriota muere o pierde la vista a manos de un agente del Estado, es porque las explicaciones llegaron tarde.
Soy profesor, y guardando las proporciones, en mi rol de educador asumo una responsabilidad como administrador de la convivencia pacífica y la seguridad de mis estudiantes. Muchas veces ello implica actuar enérgicamente ante situaciones emergentes que desvían completamente el curso de una clase normal. Supongamos, por ejemplo, que en medio de mi clase de lengua y literatura el alumno L comienza a proferir insultos en contra de sus compañeras y compañeros, los que luego se convierten en injurias en contra de la clase y el profesor, y escalan hasta convertirse en amenazas de agresión. Lo que mi rol me exige en esa circunstancia es poder interceder para neutralizar la situación y proteger la integridad y la seguridad de todas las personas que nos encontramos allí. Eso incluye a L. Entonces mi responsabilidad será actuar como un agente de calma en un contexto convulso, contener, mitigar daños. Y quizás L, pasando por una crisis ansiosa, un estallido emocional, el efecto de alguna sustancia o cualquier otra causa de la que pudieran provenir estas actitudes, pueda llegar a intentar agredirme. ¿Tendría que protegerme? ¿Tendría que velar por la seguridad de los demás? Sin duda. Pero ¿sería razonable que ataque a L causándole daño? Podrá haber alguno que me diga: “es que se lo buscó”, “es que no era una blanca paloma”, y en ese caso responderé: “es que no es mi función administrar castigos de ningún tipo”. Y cualquier persona que trabaje en educación, al igual que yo, sabe que existen protocolos de convivencia que establecen funciones y medidas sancionatorias ante situaciones incluso menos graves que esta.
Del mismo modo, los agentes policiales en las calles tienen el mandato, el deber. La responsabilidad de velar por la seguridad y el bienestar de todas las personas, inclusive de quienes puedan actuar infringiendo alguna ley; pues su función es gestionar el orden y no sancionar o castigar. Para eso tenemos un código penal que por cierto hoy no reconoce la pena de muerte como legítima medida.
Por eso creo que hoy la pregunta más importante de todas es, si van a existir agentes estatales que administran el orden y la seguridad ¿al servicio de qué o quién van a estar?
¿Van a seguir actuando como el brazo represor de una élite que se aferra al poder con dientes y garras, pasando por encima de quien haga falta, o podremos ver en algún momento una institucionalidad democrática, que desde una administración civil opere en función de resguardar efectivamente la seguridad y el bienestar de todas las personas que componemos la sociedad, con formación ética y respetuosa de los derechos humanos?
Pablo Cifuentes Vladilo
- Profesor de castellano y comunicación.
- Mg. En Educación.
- Red Autónoma de Profesoras y Profesores de Magallanes.
articulo muy bueno Pablo, didactico y de mucha claridad
Muchas gracias, Paulina. Siempre el espíritu es aportar a la discusión desde una mirada reflexiva y dando espacio a la necesaria crítica. Así avanzamos hacia un país mejor.