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Uniformes escolares: ¿puertas o barreras?

Me veo a los diecisiete años llegando al liceo una mañana de invierno en Punta Arenas. Está oscuro, llueve torrencialmente, hace mucho frío. Me veo mojado después de caminar unas cuadras desde el paradero, con un gorro de lana y la parka gris que me compraron mis papás en la Zona Franca. En la puerta del liceo (municipal, por cierto) una funcionaria me dice que tengo que sacarme la parka antes de entrar, porque no es la del uniforme. Le digo que no hay problema, que me deje pasar y me la saco en la sala, pero no, no puedo entrar con esa parka que, a pesar de ser gris igual que la del uniforme, no es la del uniforme. Debo sacármela en la puerta, antes de entrar. Está en el reglamento.

Me veo también como profesor, hace años, frente a un estudiante conflictuado entre su sexo de nacimiento y su identidad de género. Debo explicarle por qué tiene que usar falda y no pantalón. No tuve argumentos. Aún no los tengo.

Originalmente, los uniformes escolares comenzaron a usarse en ciertas instituciones educativas que dependían de congregaciones religiosas en Francia e Inglaterra. Estos establecimientos recibían a estudiantes que provenían de diferentes sectores sociales, por lo que con la finalidad de mitigar las diferencias visibles, proponían un vestuario único para todo el estudiantado. Para que esto pudiera funcionar, los uniformes debían tener al menos tres características básicas: un diseño sencillo (para unificar y no diferenciar), bajo costo (para facilitar el acceso a todas las familias) y confección de calidad (para asegurar mayor duración y por lo tanto menor gasto). 

Con el correr de los años y la masificación de los uniformes escolares en muchos países, como es el caso de Chile, podemos ver cómo paulatinamente se ha desvirtuado su propósito original: hoy encontramos prendas de costo elevado (en Chile, entre 40 y 70 mil pesos, en promedio), baja calidad (que obliga a las familias a incurrir en mayores gastos por reposición) y uniformes diferenciados que funcionan en muchos casos como marcador de estatus o pertenencia a grupos de privilegio. Es decir, como parece ser costumbre en nuestro país, el mercado haciéndose cargo.

Quienes provienen de entornos con mayores recursos, pueden acceder a más y mejores prendas, superiores en calidad y diseño; mientras que quienes provienen de familias con menos recursos, deben sobrevivir al año escolar solo con aquello que sus ingresos (o el crédito) les permite costear.

A lo anterior podemos agregar el hecho de que, de manera extendida a todos los sectores sociales, se impone el uso de uniformes diferenciados por género. Pantalones para los niños, mientras las niñas son obligadas a usar faldas cortas o jumpers que las limitan en el movimiento, las exponen al frío, el viento y la lluvia; sin contar la brutal sexualización de que son objeto las escolares a través de la publicidad, los medios de comunicación y la sociedad patriarcal, que recién hace unos pocos años hemos comenzado a cuestionar.

En resumen: nos encontramos con el uso de uniformes escolares como una práctica mercantil, segregadora y patriarcal; todo esto muy lejos del carácter unificador que pretende tener.

Actualmente la situación sanitaria producto de la pandemia, y la consecuente crisis económica, han abierto la discusión sobre la pertinencia de exigir uniformes escolares para un eventual regreso a clases presenciales durante este 2021, lo cual hace necesario poner algunas observaciones sobre la mesa: 1) El costo promedio de los uniformes escolares fluctúa entre los 40 y 70 mil pesos por estudiante, esto es más del 10% del sueldo mínimo en Chile. 2) Se estima que durante 2019 cerca del 60% de las familias en Chile debieron endeudarse para poder costear los uniformes y materiales escolares. 3) Usar un mismo uniforme todos los días, sin posibilidad de recambio, puede significar también un riesgo de transmisión y contagio. 4) Todo esto sin contar siquiera con la certeza de que efectivamente se pueda tener un pronto regreso a clases presenciales (según el Ministro Figueroa estamos volviendo desde abril del año pasado).

Haciendo una lectura un poco más amplia del momento, creo que siempre es bueno aprovechar las circunstancias para revisar ciertas prácticas que tenemos profundamente asimiladas y naturalizadas, y ponerlas es cuestionamiento desde una perspectiva crítica, sopesando cuál es su aporte real y cuál es la carga negativa que pueden estar arrastrando. 

Creo que aquí la pregunta no debe ser uniformes sí o uniformes no, sino que es necesario llevar el asunto a un plano más profundo desde la necesidad de evitar toda práctica que signifique segregación u obstáculos de cualquier índole al desarrollo integral y armonioso de todas las personas, acorde a sus necesidades reales y en coherencia con sus contextos, avanzando así en la construcción de una sociedad más justa, democrática y respetuosa de quienes la componen.

Pablo Cifuentes Vladilo
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  • Profesor de castellano y comunicación.
  • Mg. En Educación.
  • Red Autónoma de Profesoras y Profesores de Magallanes.

 

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