Hannah Arendt observó más allá de lo que todos estaban dispuestos a mirar. Ante ella y el mundo, un monstruo. Un ser humano que fue capaz de cosas que solo podía ser concebido por la existencia de un poder sobrenatural que debió ser el detonante de sus actos. Adolf Eichmann enfrentaba un juicio por la muerte de judíos, seres humanos que fueron considerados menos humanos que otros, por lo que podían y debían ser exterminados.
Para Arendt, Eichmann no era eso. El tipo era sólo un hombre. Un buen empleado, quien, mediado por las condiciones laborales, sociales y culturales que dictaban la normalidad de la época, actuó como cualquier persona lo hubiera hecho para ascender en su carrera profesional. Su defensa fue esa: actué de acuerdo con mis ordenes, no tengo responsabilidad, sólo un ejecutor de lo mandatado. Y es que, en la interpretación de Europa de los años 1939 al 1945, esa era la normalidad. Lo que se podía hacer. Y, de haber sido otra la suerte, lo que se hubiera instalado como normalidad desde entonces. Arendt entonces se sintió apabullada porque la explicación de un demonio era mucho más consoladora que comprender que el mal está a la vuelta de la esquina, y cuya encarnación puede ser cualquier persona, en cualquier parte, incluso tú y yo.
Ese simple análisis; esa banalidad de que no era un ser poderoso y que cualquiera puede ser verdugo del otro, en alguna circunstancia; actuando y no pensando, es lo que muchos se niegan, hasta hoy, a reconocer. Como Frankl dijo, el hombre es capaz de crear las cámaras de gases para aniquilar otros hombres. Es aterrador mirarse al espejo y saber que, de mediar las circunstancias, podemos ser eso. Es mejor fundir de vestigios de leyendas la maldad que podríamos ser, como los torturadores en Villa Grimaldi, Londres 38 y tantos otros lugares conocidos y aun por conocer, donde terminaban sus turnos y volvían para jugar con sus niños, hacer las compras, jugarse una pichanga e ir sin falta a misa. La normalidad de la pega era la tortura medida en turnos, horarios y vámonos a otra cosa. Irremediablemente mundano como hacer omellettes quebrando huevos, huesos, caras con sopletes y tantas cosas más que era el día a día de unos ahora abuelitos que pasan el rato jugando cartas en salones de té putifruncis recordando olvidar sus nobles glorias ensacadas y arrojadas al mar.
El tiempo sigue su marcha. En las últimas elecciones, y en el ambiente polarizado que ha caracterizado el Chile postpandémico, los grupos misóginos acusaban indolencia de autoridades que se decían feministas hasta que uno de los suyos es un posible violador. Los presupuestos de educación se retienen porque el botín no puede ir a mejorar la educación de los más débiles, mucha plata para tanto patipelao (se piensa, no se dice).
Los medios levantan personajes líderes de opinión, pero que sólo son personajes de telenovela de las 15:30 hrs. La sociedad de la farándula lleva ontológicamente el vacío de contenido que se llena de respuestas fáciles para un malestar que está ahí, presente, irrevocable, inconmensurable en el sueño de la ciudad de la furia R´lyeh. Ese descontento que está impalpable pero vivo desde antes de la revuelta que todos quieren olvidar, donde los ojos reventados fueron seguidos por un abandono abismal que llevó a muchos de nuestros tuertos mártires (que al final fueron eso: alguien que se inmoló por un bien mayor que nunca llegó o que tal vez nadie quiso entregar) a cegar su vida. Algunos han decidido irse porque al final, el sacrificio de sangre de estos corderos de dios sacrificados en la plaza que no pudo cambiar de nombre a falta de ganas y desgano de los incumbentes no sirvió sino para ser un recuerdo incómodo que es mejor y preferible olvidar. Y seguimos en la fiesta de las 27 horas de amor y marketing, pero sólo 27 horas, no se le ocurra otra cosa.
Un niño es prácticamente empalado por otros en una escuela. Un autista que no comprende cómo otros niños, un poco más grandes, son capaces de hacer esto. Lo mundano del ataque es la sacada de traste de la jeringa de la escuela. No es para tanto, no fue sino un malentendido, algo normal en cualquier escuela. No hay que iniciar protocolos. Mientras el niño-autista-víctima pasa sus días queriendo ser un ángel, en un cielo que imagina no hay violencia contra él, y puede aletear como siempre, pero volando como nunca lo ha hecho, idealizando tal vez, la idea de que no es de este mundo, sino que pertenece a otro. Más de alguna vez se lo deben haber dicho a su madre.
No es el único niño agredido estos días. Otros niños son y siguen siendo agredidos por otros niños sin un motivo o justificación (porque hay violencias que si se justifican según los mayores) y nada ocurre, nadie explica, sólo rabia de las familias y mucho dolor. El dolor de los padres debe ser inconmensurable, y las explicaciones nunca serán suficientes, si llegan del todo. ¿Qué hacer cuando la violencia es gratuita, carente de sentido y en mi propio espacio, contra lo más sagrado que tengo? Y así las familias pierden la fe en que la escuela pueda solucionar algo. Preguntas resuenan entre apoderados: “¿dónde está la familia de este agresor”, “¿y los profesores no hicieron nada?” ”la mamá debe darse cuenta de que este colegio no es para su hijo”-“Pero las nuevas leyes son tan complicadas. Y los deberes… ¿dónde están?”.
Y yo me quedo con una pata en ambas trincheras, luchando una batalla con quienes deberían ser aliados. Y tratando de componer en la cabeza una explicación que me ordene a mí también para saber qué decir o actuar.
Vamos por parte y desmenucemos la realidad chilena de las escuelas. Hace mucho tiempo, específicamente en los años de verde, azul y gris, las prioridades eran otras: repartirse el botín, eliminar todo vestigio de una cultura que debía ser borrada del mapa, liquidar personas, pagar a quienes auspiciaron el golpe, etc.
La educación entonces pasa a un último plano, una insignificancia que lleva a dejarla en manos de privados para quienes puedan pagarse este derecho (que sarcástico) o en manos municipales para los molestos pero necesarios pobres.
Y el presupuesto no es más que lo que se tenga como para el departamento de aseo y ornato, porque es un servicio gratis y agradece las migajas. Mientras que muchos (aunque con notables excepciones) sostenedores particulares cambiaban el auto cada año con la rifa para la construcción del gimnasio o la campaña del ladrillo para el mismo fin. La brecha entre una buena educación se hizo más grande no por las capacidades de algunos sobre otros, sino por el poder adquisitivo que es más poder en pocos y mucha carencia en muchos, muchos más.
Y así nos acostumbraron a medirnos como adolescentes que compiten por quién mea más lejos, quién tiene más cosas, no por la quimera de quienes somos o quienes podemos llegar a ser, y se nos metió tanto la idea que, hasta hoy, con la complicidad de los gobiernos pseudo progresistas desde 1990, que nunca pusieron sus ganas en educar en la convivencia cívica, no vemos en el otro una oportunidad. La cultura chilena muchas veces es la cultura del maltrato, la apariencia, la aspiración a tener y no ser, y el desgano por el otro. Imagínate venir a meternos a esos niños que deberían estar en otro lugar, no sé cuál, pero no con los míos, Tere, ¡por dios! Si hasta el padre Roberto nos dice que nada puede hacer, que las nuevas leyes tienen puros derechos y nada de deberes.
Si algo podemos estar de acuerdo es que la violencia nunca comulgará con la escuela. Afuera las balas locas corren, los territorios son marcados por bandas, el dueño de la banca no esperará que un simple profesorcito de universidad terrorista le indique que su hijo no tiene las aletas de tiburón que el despliega cada vez que puede avasallar a quien quiera. Es entonces normal que la escuela reproduzca las relaciones de poder y violencia que ocurren en los sistemas externos. Y me cuesta mucho la palabra normal, porque encierra el derrotero de asumir que es así, que eso pasa, y que no cambiará nada, siendo incluso hasta deseable que sea así para criar hombres de carácter que aguanten todo, pensando en los aires de guerra que resuenan desde lejos.
Como declaración de principios, me desvisto en la tormenta, rasgo mis ropas y me abro paso a la fuerza al Olimpo de dioses omnipotentes pero negligentes para exigirles que dejemos de hablar de niños y niñas violentos. No los hay, no existen, no hay una regla, un cromosoma, una carga genética que diga que un niño nació con la banalidad de ser malvado. Eso se lo debemos al contexto. En eso estamos metidos tú y yo.
Las conductas violentas que observamos en las escuelas son el fiel reflejo de la violencia que normalizamos fuera de ella. Hasta directivos de escuela se encogen de hombros asumiendo que la escuela replica las normalidades fuera de ella. La banalidad de aceptar la derrota sin intentar sucumbir a los embistes de la insolente mercadotecnia.
¿Qué hay detrás de un niño golpeador? ¿Qué pasa con un niño que elige el mono de pasta base para salir a robar escuchando canciones sobre como quedar tapizao porque andan robando de menores? Hay infancias vulneradas. Hay adultos que incumplieron su rol de formador, y hay contextos donde la vulneración toma cara de negligencia, abandono, maltrato y abuso. No le pidamos a las infancias que no imiten las violencias de los adultos. Casi hacen gobernador a quien realizó gestos morbosamente cargados de sexualidad con un ají para hablar en contra de una mujer. El tipo tiene en la política un futuro brillante y dejamos pasar eso porque, a muchos, les hace sentido ser así de violentos, confundiendo la honestidad con la arrogancia, y la opinión con la verdad.
Alguna vez leí que las sociedades se miden por cómo tratan a sus individuos más débiles. En ese ranking no nos debe ir muy bien. Pero reconozco lo difícil que es pensar y sentir que la inclusión debe ser radical si es tu propio hijo o hija quien es agredido en la escuela. ¿Qué hacer cuando el niño autista golpea? Es difícil dejar de sentirlo, pero debemos entender que la conducta puede ser violenta, más no el niño. La conducta es un indicador de que algo no se está haciendo y el contexto gatilla esas conductas. Lo que más me molesta es la desidia de las instituciones. La ley de autismo (21.545) ya está al debe puesto que no se hizo el tamizaje que requería como un deber inicial para saber cuántos somos. La escuela pública hace lo que puede desde la carencia de recursos, incluso humanos, pero también desde la indolencia de no mirar a las familias como parte de sus propias comunidades. Muchas escuelas particulares subvencionadas y privadas le han dado un mínimo esfuerzo a la inclusión, porque, después de todo, el ranking del servicio que prestan se puede ver amenazado por estas… incongruencias con el perfil de ingreso de sus estudiantes, demasiado… amplio, por no decir diverso, de quienes han trabajado con solo un genotipo por años.
Y así sigue y seguirá pasando. Las violencias que aceptamos son la muestra de la naturalización de la idea de que no somos iguales, no por lo menos en derechos. Son la muestra de que hay quienes sirven y quienes no tienen un lugar a mi lado. Pareciera como si se encendieran nuevamente las chimeneas de 1939. Las infancias vulneradas serán el caldo de cultivo de cada vez peores actos que condenaremos sin una pizca de autocrítica porque es otro, no uno de mi tribu.
Y en ese limbo o penitente purgatorio que habitan las infancias autistas se quedarán recibiendo los golpes a vista y paciencia de la máquina de un sistema que no tiene la ética ni la voluntad para que algo cambie. Y en ocasiones también golpearán, a falta de otro lenguaje que canalice emociones y sin nadie que medie, transformándose en agresivos para muchos que cómodamente juzgan sin conocer. La vida está llena de opinólogos.
Y claro que un autista puede golpear a otro, no le pidamos autocontrol de sus impulsos si no lo modelamos primero. Pero la carga de la maldad la ponemos nosotros: es un niño violento, agresivo, que la mamá lo deja hacer de todo; se escucha en reuniones, mientras que nadie le ha preguntado a la mamá que pasa con su hijo, qué lo desregula, cómo ha sido su experiencia en la escuela, o si tiene los medios para pagar tanta terapia o fármaco. Los episodios fueron tantos, que ya la vida social al menos de ese niño fue truncada porque la escuela no supo, no quiso, no pudo darle lo que él necesita. La segunda casa sólo miró cuando el niño en cuestión golpeaba o era golpeado y no tuvo los benditos protocolos para evitar que lo hiciera. Casi como que, a propósito, dejó que las cosas pasaran para que los padres le hicieran la vida tan compleja a esa familia para que terminen por irse del sacrosanto lugar mancillado de conductas autistas que no son parte del rebaño elegido. Mejor que se vayan a otra parte, ojalá a un gueto con otros como él.
Solo las familias con infancias autistas saben del peregrinar de un lugar a otro, de escuela en escuela, buscando dónde llegar. Me recuerda pavorosamente la búsqueda de refugio del pueblo palestino en Gaza; despojados de su vida, por decisiones de otros. Un arma mata, una bomba mata, pero las palabras, la desidia y la indolencia también lo hacen, solo que más lento y con menos pirotecnia. La pérdida de la inocencia en Gaza a vista y paciencia de los que hacemos vista gorda en parte ocurre también por la segregación de unos y otros.
Las conductas violentas de las infancias deben ser vistas como una respuesta que indica algo más allá de lo que queremos ver. Un espejo donde nos da miedo mirarnos, porque en el fondo no queremos hacernos cargo de lo que hemos construido en virtud de lograr sin impedimento o algo que “afee” nuestra limpia ventana, la magnánima vida de lujos del tener cosas y no coleccionar amores. Una simple pregunta: ¿identificamos en el contexto los gatillantes de las regulaciones o sólo decimos que el niño es diferente, autista, y tenemos que aguantarlo porque no queda de otra?
Los y las autistas, las infancias trans, y en realidad cualquiera de las mal llamadas “minorías”, ya que jamás hemos hecho el conteo de los que nos salimos de la norma, seguirán padeciendo un doble juicio: la violencia institucionalizada y la respuesta ante las desregulaciones propias porque son distintos y no se encasillan en lo que queremos que sean y se comporten. La pendejería ha ido muy lejos con eso de ser humano como sujeto de derechos que no dependen de deberes.
La banalidad del mal es la ceguera autoimpuesta a condenar a infancias con la mirada puesta en ellos y no con ese espejo que nos desnuda en como somos de verdad. Cualquiera que indique con el ceño fruncido y con cara de asco a infancias y adolescencias autistas, trans, down, o incluso neurotípicos pero con acento, mata como en Auschwitz, Gaza, o como en Macul, calle Irán N° 3037.
Somos los cegadores de futuros diversos, futuros no mejores. ni peores, solo distintos. Está de moda desde la Constantinopla americana empezar a decir que la inclusión nos divide, como la próxima autocracia estadounidense ladra cada vez que puede, indicando el fin de la educación como ese pegamento de la idea de nación, imponiendo las creencias de uno por sobre la existencia de tantos. Si no tenemos en cuenta los avisos de alerta ante esta situación, que como Casandra nos gritan desesperadamente que asumamos que estamos en peligro, lo poco alcanzado en diversidad e inclusión será arrasado en poco tiempo. Y la violencia será la excusa para mandar nuevamente a la escuela especial a las neurodivergencias o a la reclusión de la casa para no toparnos con ellos; y el closet será el lugar más seguro para las disidencias. Porque la banalidad del mal transforma la distopía en realidad y la idea esbozada como slogan que suena bonito, pero nunca fue en serio adquirirá un matiz perturbador: los niños primero, pero primero a la cárcel, al psiquiátrico o a la reclusión, lejos de mi sagrada y única verdad revelada. Y muchos, por la banalidad, que en realidad la idea suena simple pero buena, le darán aplausos a la erradicación de la diversidad, porque, al fin y al cabo, yo también fui rubio como él cuando era chico. Hasta quise ser pintor y no me dejaron.
Foto de Serena Koi
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Solo me queda elogiar el profundo y transcendental mensaje que nos deja este artículo; este nos invita a realizar una introspección sobre nuestras propias acciones y decisiones cotidianas, enfatizando la importancia de cuestionar «la normalidad» impuesta por la sociedad además de asumir una responsabilidad ética individual para prevenir la perpetuación del mal en diversas formas.
Esta reflexión es relevante en contextos contemporáneos donde, bajo la justificación de seguir órdenes o normas establecidas, se pueden cometer injusticias o negligencias, especialmente hacia los más vulnerables, como los niños.
Estaré atenta a lo que siga publicando Juan José Lecaros, ya que gracias a estos tipos de artículos que se visibilizan para crear conciencia social y prevención del daño.