Es que no te imaginas cuanto lo siento, Anita. Yo pensé que todo tendría un sentido nuevo y que lo verías con la sonrisa más grande que tu vapuleado corazón podría haberte concedido.
Tenía tantas ganas de que hubieses sido testigo de los sueños de tantos, que en ese instante pensamos podrían acercarse y ser tocados por nuestras manos, pero se te ocurrió irte un año antes y dejarnos la pena de verte partir sin las respuestas que tanto buscaste. Nos haces falta, querida viejita de la pena sonriente, seguramente nos habrías consolado y seguirías tu cruzada contra el olvido decretado con las mismas fuerzas de esas manos que siempre buscaron lo arrebatado.
Aunque en una de esas fue para mejor, en vista de lo que pasó después. Te imagino ahora con el corazón contrito de ver que todo cambió para que nada cambiara. Me imagino el rosario de chuchadas tan bien puestas en su lugar que habrías dicho para expresar la amargura de los días de esta resaca de una fiesta que duró menos de lo que quisimos.
De seguro ya lo hablaste con Gladys, quien nos mira con la ternura de la madre que ve a su hijo equivocarse nuevamente, que sufre del síndrome de Estocolmo incrustado en la piel morena que reniega de su raíz con aires de aspiracional eurocentrismo.
Seguramente Pedro soltó más de alguna risotada burlonamente amarga al saber que su despreciado enemigo de sus últimas palabras ahora lleva calles en su nombre. La verdad es que nuestra memoria de hámster enjaulado nos hace vestir santos a begallos y olvidar según nos dictan los canales de televisión y las RRSS que pueden cambiar la realidad a través del banal discurso que se incrusta en el inconsciente colectivo que le acomoda la nueva versión.
Quiero decirte que si valió la pena tanta lucha. Pero me aflige la idea que tal vez no. La Luisa vio todo, o casi todo. Tiene que haber sufrido la pobre, que vio otra vez otros hijos ser lanzados en el profundo hoyo de la arrogante impunidad. Era una mezcla de tantas cosas, alivio, esperanza, miedos guardados en el inconsciente que se dispararon con el sonido del helicóptero nocturno de esos días de caceroleo dignificante. Pero lo peor es la compartida indiferencia que nos puso cómodos y grises nuevamente.
Tuvimos que encerrarnos luego y poco a poco se fue apagando la idea de cambiar las cosas. Muy ocupados en la sobrevivencia al mal acechante que se llevó a tantos y enriqueció a tan pocos. Como siempre, en realidad, pero ahora con matices de supremo individualismo exaltado.
Y luego, como Orwell bien nos decía, quien controla el presente, controla el pasado. Y los amigos se convirtieron en los peores verdugos. Y los de siempre se fanfarronearon de tener siempre la razón. Y volvimos a la cosmetiquera farandulización de nuestros lideres que se encargaron de dejar bien clarito quien manda en este fundo. Y así todo se apagó. Ni las cenizas del incendiado corazón de muchos se quedó por mucho tiempo. Ya no hubo ganas de un sentir colectivo. Nos caló hondo la propaganda de 17 años y que sus herederos perpetuaron ya que igual se está más cómodo cuando nadie te disputa el poder.
Yo quería haberte hecho un recuento de lo que se logró: que Pedro viera que cada mariposa volaba libre a pesar de sus alas rotas, que Luisa tuviera hijos que bailan y juegan, que Mariano hubiese dicho “les dije que teníamos la razón y la divina providencia nos ayudó”, mientras entonaba una alegre melodía con su viejo y destartalado acordeón.
Yo quería reuniones familiares de encuentro. Como te la debíamos por tanto tiempo. Yo quería que ese inicio nos diera un nuevo ethos, que abrazáramos la diferencia, reconociendo en ella la riqueza del legítimo otro, y así no sentirme tan solo cuando pienso en que será de mis hijos autistas en esta jungla cuando se vaya su padre. Yo quería un nuevo trato, una nueva esperanza de co-construir sin dejar a nadie botado, como decía Eduardo, sin niños pobres porque no habría niños pobres, y sin niños ricos que son tratados como mercancía. Simplemente niños que juegan libres y aprenden a ser con el otro, y que aprenden que la sociedad tiene por objetivo cuidar. Ay, Anita, yo quería un hogar, no un muro divisorio que siguiera dividiéndonos en yo y ellos. Yo quería un NOSOTROS, así, con mayúsculas. Y que quien vivía de privilegios podría sentarse con los que vivimos al tres y al cuatro. Y conversar de tú a tú. Y medirnos con la vara del cómo tratamos a los más débiles de los nuestros ¡Si! ¡Eso quería! Un NOSOTROS, un NUESTRO, una CON-pasión para vernos y descubrirnos como oportunidades y no amenazas.
Yo quería una mirada más amorosa en cada uno para los demás. Y que irónico hablar de miradas, porque muchos fueron los cegados. Muchos ojos explotados a la vieja usanza, mucha vista perdida a la fuerza, pero también muchos más quisieron dejar de ver. Total, no eran ojos verdes o azules. Eran ojos cafés con gusto a nada, como los míos, de esos que abundan y que no importa mucho si ya no están. Me imagino que te habrás encontrado con varios. Porque ellos, que lo dieron todo, que se atrevieron a luchar por algo que cambiara la cruel realidad de la carencia impuesta del neoliberal pensar por un amoroso sentir, fueron quedando en el olvido colectivo y el abandono cómplice. Varios de ellos decidieron partir. ¿Los viste allá? De seguro ya les sacaste una sonrisa con tu picardía curtida de tanto andar en la penumbra de la injusta imposición.
Se cayeron muchas cosas. Son cada vez menos los que creen en un dios que te recompensa después de la desdicha terrenal. Y no fue por el rock, el comunismo o la jarana. Fue porque, bueno, tú lo sabes; los mismos que pregonaron santidad se encargaron de matar la inocencia de tantos. ¡Esa sí que es pandemia! No hay día en que no se sepa de algún caso nuevo. Es como un cáncer, como el que Pedro vivió; atacó desde dentro hasta que no hubo mucho más que hacer.
Entonces nos volcamos a nuestras vidas cada vez más caras de sustentar. Precios europeos con sueldos latinoamericanos maquillados por el promedio per cápita.
Ahora tengo miedo, Anita. El renacer del odio que surgió en 1939 está latente en muchas partes del mundo. Y me da miedo no porque crea que adoptarán las viejas triquiñuelas del exterminio físico, sino porque seducen a las personas que dejaron de creer en algo más que no fuera su propio beneficio. Y si la escuela y los valores impuestos desde la avaricia y narcisismo no hubiesen ya hecho mella, el canto de sirenas de peinados raros, aires mesiánicos de discursos coléricos y neuróticos de sociópatas se puso de moda nuevamente, bajo el alero de los que recurren a ello cuando se derrumban sus castillos impuestos.
Yo creía que íbamos derechitos a sentarnos en la mesa del Té Club. Que Martin Luther King nos miraría con cierta y sana envidia de haber logrado su sueño a la chilena, con la ch- bien arrastrada. Pero no, fui ingenuo como tantos. Perdón por eso también Anita.
Y no, no es odio lo que tengo. Tampoco envidia, que lejos estoy de eso. Si es una mezcla rara entre rabia, pena y mucho miedo.
Rabia me da la cantidad de Iscariotes en quienes confiamos y se atrevieron a usarnos para ganarse lo que otros tenían, siendo en el fondo viles esclavos domésticos de los que Malcolm X nos advirtió, o capos de Auschwitz que sueñan con hacer lo que sus captores hacen con sus hermanos, que para su propio beneficio hasta enfermedades inventaron.
Pena me da la cómplice desidia de que ya no nos importen los destinos de los otros, en especial de los que regalaron su mirada con la casta esperanza de lograr esa pensión que permitiera comer o la educación que nuestros hijos necesitan. El dolor cuando ajeno tiene un pronto olvido inapetente de otredad.
Y miedo ante la rumiante incertidumbre de que tal vez, ese otro mundo posible de justicia, igualdad y libertad sea simplemente leyendas que se hacen utopías porque nunca se consiguen. Porque muchos de los oprimidos sueñan con ser opresores. Y eso no nos hace mejores de los que nos espantamos. Hermosillas hay en todos lados y nos golpean en la cara con la fragilidad de la moral humana con oferta de temporada.
Y miedo extremo a que me falte el aire sin haber dejado un mundo menos cruel para mis hijos. Tú sabes lo que se siente eso, Anita. Seguramente tu lucha incansable se sostuvo a punta de amor maternal que quiere evitar el dolor de sus hijos a toda costa.
La incertidumbre mata más que la muerte misma. Y la lucha por los DDHH abraza la idea de lograr certezas y garantías de vida en abundancia para todas y todos en un mundo volátil, incierto, cambiante y ambiguo. Por eso te extraño, Anita, aunque sólo hablé contigo una vez. Me inspiraste a luchar por amor a la familia. A ser digno y amoroso a la vez. Pero no soy tú, y me duele la fragilidad de la vida en el encierro de las jaulas que escogimos para no abrazar al otro.
La vida en esta loca geografía es más caótica en cuanto a la personalidad ambivalente que tenemos. Vivo para no morir de angustia, no por mí, sino por los dos niños que abrazaste, besaste e hiciste reír a pesar de no haberlos visto nunca antes. Mi vulnerado corazón mira con tristeza que el egoísmo ganó, que la sospecha puede más que la confianza y que la felicidad se puede adquirir a 12, 24 o 36 cuotas. Y que la diferencia debe ser corregida por la pulcra uniformidad, olvidando la belleza de simplemente aceptar que somos diversos en formas y expresiones, pero iguales en capacidad de amar.
Seguramente ya te tengo aburrida con mi petición de perdón. Me suena más a catarsis o petición de consejo, que hubiera llegado con un par de chuchadas de regalo para sacudirme el amargo de la boca. Seguramente te habrías reído y hablado desde la profundidad de la sabiduría que brotaba a manantiales por tu serena voz y por tus manos. Pedro me hubiera agarrado pal webeo con una broma bien picante. Gladys me hubiera dado consejos, y Mariano me habría dado la esperanza que perdí. Perdón por lo que pudo haber sido y no fue. Perdón por haber compartido mi amargura, mi luto, mis miedos. Perdón por no hacer lo que tú hubieras hecho. Pero ya a 51 años de ese martes de horror todavía observo que los daños los llevamos para heredarlos a la inocencia de mis hijos, sin hacer lugar para que el autismo sea visto como señal para hacer un Ubuntu africano, pero a la chilena, para que un padre esté tranquilo cuando ya no esté más.
Perdón Anita, pero este septiembre nuevamente va a pasar, embriagado luego en la jarana incansable del pan y circo que embolina la perdiz de lo que no queremos mirar. Perdón por no querer olvidar para no repetir jamás.
Fotografía: Pedro Martínez Rodríguez
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Bella reflexión Juanjo un abrazo
Cuanta verdad, han matado nuestros
sueños e ingenuidad