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La impunidad de nuestros agresores

No sé si usted se ha fijado que, a la mayoría de las personas en Chile, pareciera molestarles cuando alguien conoce sus derechos y los defiende, o, cuando es capaz de cuestionar lo establecido bajo antiguas formas y creencias culturales. A menudo, ese semejante es tildado de conflictivo, por no aceptar todo lo que se da por sentado, aunque no hay algo más alejado de la realidad, puesto que si uno de nuestra especie critica el orden actual debe ser por su esperanza de un mundo mejor. Es que el actual se queda corto a la hora de evaluar sus niveles de evolución.

En un viaje rápido por el contexto nacional, me he quedado petrificada en el punto que me ocupa en esta columna: la impunidad de nuestros agresores. En esto seré “conflictiva”, a la manera del párrafo anterior, porque no solo tengo esperanzas, sino que creo que otro mundo es posible, uno profundamente más amable y asentado en ciertos aspectos de nuestra humanidad, como la empatía, la solidaridad, la conciencia ambiental y el sentido de responsabilidad sobre el impacto que generamos en cada interacción con otras y otros.

No puedo entender cómo es posible, en qué inteligencia cabe que nuestros agresores caminen libres y tranquilos por la calle, es más, muchos de ellos embestidos como autoridades elegidas por votación popular o como verdaderas personalidades públicas en sus entornos. Me recuerda un poco a los funcionarios de la CNI o de la DINA en tiempos de dictadura, que torturaban con horario y luego se iban a almorzar con la familia, sin aparente conflicto. 

Quisiera detenerme en lo que significa habitar una vida de impunidad. No hay ningún tipo de aprendizaje sobre el daño, no hay conciencia sobre los alcances de esa agresión que se convierte en trauma para la víctima, no hay cuestionamiento público, es más, al no existir sanción, el agresor volverá a usar su poder de manera desmedida cruzando el límite de lo que corresponde, para satisfacer necesidades que no se deben al bien común o superior, sino que responden a otros intereses. Si alguna vez dudó de haber agredido la primera vez, la impunidad será una capa de protección para que repita la experiencia. 

En oposición a lo anterior, la vida de la víctima, cruzada por el trauma será mucho más difícil en una cultura con baja reacción a los hechos que vulneran, ya sea porque la historia de Chile se cimentó sobre actos violentos y la exigencia de justicia siempre fue de la mano de héroes dispuestos a sacrificar sus vidas por obtener un poco de equilibrio; o, porque tratar de revertir el trauma resulta cuesta arriba en un sistema que no posee políticas públicas de reparación a la medida de los daños.

Quizá por eso nuestra nación ha naturalizado hasta lo antinatural y en nuestras dinámicas aceptamos que es mejor callar, no hacer ruido o no llamar la atención. Nos gusta la uniformidad, porque desde la primera infancia nos adoctrinan en ello, obligándonos a portar el mismo atuendo que oculta nuestra identidad y como si no fuera poco, por alguna razón que nada tiene de pedagógica, nos llevan a marchar como soldados en jornadas de domingo, cuando deberíamos estar jugando o disfrutando del amor de nuestra familia. Aunque en la vida adulta nos encanta decir que lo más importante va por dentro, no perdonamos a quien se vea diferente y eso tiene mucho que ver con lo que vivimos en la escuela. 

Entonces, cuando el Estado nos agrede siendo personas adultas, aceptamos sin mayor protesta, porque eso es lo que nos enseñaron, que es normal que nos tramiten para una atención dental, que nuestras recetas de relajantes musculares vengan sin apellido y después de hacer la cola en la farmacia nos digan que están mal escritas, así es que no nos podrán otorgar un poco de dulzura para los músculos atrofiados por el estrés que genera la precariedad. No importa cuántos “No” hayan rebotado en nuestras caras azulosas de frío, para eso nos prepararon. Tenemos que reír, ser positivas y resilientes, aunque la toxicidad de esas frases de autoayuda repetidas como un jingle, no haga otra cosa más que seguir violentándonos. El único “No” que deberíamos permitirnos es el nuestro, junto con las ganas de quemar todo lo que nos niega. Por eso cuando la mugre llega hasta el cuello salimos a las calles en tropel y de alguna forma el combustible encuentra su camino. 

Don Juan de cualquier comuna de Chile, que sufrió un ACV, no tiene para comprar un catre clínico y su familia se organiza sigilosamente para armar una rifa con premios donados por los vecinos, pero de seguro que la plata que destinan a los carnavales de uno que otro municipio, serviría para gestionar un poco más de dignidad a varios donjuanes de esos. 

Nada ni nadie controla los precios de la canasta básica y luego terminamos comiendo pan con aire una vez por día, pero las tiendas chinas siguen multiplicándose como maleza. Todo es violento, como que el monto de un arriendo supere el sueldo mínimo y que cada autoridad lo sepa y duerma tranquila, porque tiene una agenda 24/7. 

Algo está podrido en nuestro ser nacional, algo se retuerce en el fango de nuestras memorias, porque si una chica se pierde, normalmente esperamos que esté muerta, violada o descuartizada. Duele decirlo, pero más reconocer de qué estamos hechos verdaderamente. Nos hemos acostumbrado a la vulneración, hemos normalizado los maltratos. Nos gusta decir que avanzamos, pero a la hora del desayuno o del almuerzo lo que comemos son noticias que nos infunden terror, porque eso es lo que nos han implantado sistemáticamente. El plan resulta perfecto manteniéndonos atrapados, como insectos en ámbar, sin poder romper la espiral de violencia que nos detiene.

Mientras esto ocurre, nuestros impunes agresores se afeitan los bigotes y caminan por la vida, como si nada, como si los 1.313 niños muertos en el SENAME hubiesen sido acogidos y reparados por el Estado, como si todas las toneladas de químicos derramadas en el mar se devolvieran por un agujero negro e infinito, como si las niñeces de pueblos originarios ejercieran su derecho a vivir en la tierra que siempre les ha pertenecido, como si las víctimas de feminicidio al fin volvieran a la vida, como si todas las ballenas varadas volvieran a nadar y las aves que cayeron recobraran altura, como si todas las personas desaparecidas en dictadura fueran encontradas, como si todos los árboles talados renacieran de sus heridas, como si nunca más tuviéramos que someternos a la competencia de nuestras miserias, como si vivir dignamente fuera un derecho garantizado, como si todas las víctimas del Estallido Social pudieran creer que este país florecerá entre sus grietas, después de todo. 

Protegidos por mecanismos de impunidad, nuestros agresores han impuesto el poder del miedo que busca inmovilizarnos, pero estamos llamados a recordar el poder de la unidad, que siempre devuelve a la vida y, en ella, todo es movimiento. 

Fotografía: Akin Barría Guerra

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