Hace solo unos días pudimos ver cómo miles de personas que habitan desde las disidencias sexo-genéricas inundaron los diversos territorios sosteniendo una lucha que nada tiene de nueva, pero que cada día parece estar más presente, proclamando cosas tan esenciales como el orgullo, el reconocimiento, la libertad y la dignidad; en definitiva, el derecho a ser. Al mismo tiempo vemos cómo las diferentes formas de institucionalidad hacen eco de esta proclama y comienzan a bañarse de un haz multicolor que abarca desde servicios públicos hasta multitiendas. Diferentes personalidades del ámbito público e influencers colmaron las redes sociales con mensajes de respeto, igualdad y orgullo e incluso Carabineros de Chile tuvo la delicadeza de pintar de arcoíris su escudo de armas, el mismo que ha sido testigo de numerosos atropellos a la dignidad de las personas.
Parece ser que, al menos en el discurso – en la vida pública, en el mundo de las ideas – las consignas de igualdad y respeto a la diferencia están más o menos instaladas; pero ¿qué tanto de esto ha logrado permear efectivamente la vida cotidiana de las personas?
Según El Informe Anual de Derechos Humanos de la Diversidad Sexual y de Género, realizado por el MOVILH y publicado en marzo de este año, durante el año pasado se concentró el 22,9% del total de abusos ocurridos en 19 años, reportando en 2020 un aumento de 14,7% en los casos y denuncias por homofobia y transfobia en Chile, con respecto al año anterior.
Si bien creo que el trabajo de visibilizar y denunciar públicamente desde lo discursivo y lo simbólico es tremendamente necesario y urgente; también lo es dar paso a una profunda revisión de lo que son las estructuras básicas de funcionamiento a nivel social, las que por alguna razón permiten que sigamos teniendo estas impresentables cifras que van en aumento. Algo en la manera de relacionarnos y construir el entramado social no está siendo lo suficientemente consistente ni congruente a la hora de combatir el sesgo y la discriminación de manera contundente. Pienso que la educación tiene mucho que decir en ello.
Soy un convencido de que, sin desconocer el impacto que tiene la educación en la vida a nivel individual, su máximo potencial transformador se vincula especialmente a lo colectivo. Creo que es ahí justamente donde radica el poder de la educación y, por ello, donde se debe poner mayor atención y responsabilidad. Toda persona que haya pasado por el sistema educativo podrá reconocer que muchos de los aprendizajes conceptuales acumulados a lo largo de los años se han ido archivando u olvidando, dejando a la mano solo aquellas cosas que resultan indispensables para el desempeño funcional en el día a día. Por el contrario, gran parte de las cosas que nos quedaron grabadas a fuego en la memoria, en las emociones y, por qué no, también en el cuerpo, están estrechamente relacionadas con la experiencia escolar que se desprende del aspecto relacional. Es decir, el aprendizaje ocurre principalmente en el espacio de las interacciones.
Por lo anterior, creo que si queremos cambiar paradigmas de manera profunda, honesta y duradera, tendremos que preguntarnos de qué manera estamos generando las condiciones estructurales para interacciones nuevas, que operen desde una lógica diferente. En el trato, en las jerarquías, en las prioridades, en la construcción de los espacios. En este sentido creo que la educación está particularmente en deuda a la hora de avanzar en materia de inclusión y respeto a la diversidad, tomando acciones que vayan mucho más allá de lo discursivo. Nos hemos estancado en la autocomplacencia pensando que el decir es suficiente, declarando el principio de que es un deber aceptar lo diferente; cuando lo que tenemos que hacer es reeducar la normalidad.
¿Cómo podemos educar para la diversidad, cuando en el sistema actual están previamente condicionadas y establecidas las maneras de ser y comportarse, de vestirse y relacionarse? ¿Qué garantías entregamos desde el sistema educativo que permitan a las personas habitar desde la diversidad?
Mientras hablamos de la importancia de respetar la diferencia seguimos exigiendo que niños y niñas lleven uniformes diferenciados. Seguimos separando los baños, los espacios de juegos y nos siguen pareciendo naturales esas clases de educación física donde los hombres entrenan y las mujeres bailan; o no parece haber inconveniente alguno en que haya establecimientos donde puedes matricularte solo si eres hombre, o si eres mujer. Los ejemplos podrían seguir acumulándose, pero el punto es que todas estas situaciones tan naturales y cotidianas se convierten en conflicto toda vez que una persona se aleja de la regla social, haciendo que se tense el paradigma y la normalidad entra en crisis.
Por eso es que tenemos la tremenda tarea de replantear la manera en que construimos espacios colectivos. Toda estructura que se ha levantado desde el sesgo y la exclusión, se va a traducir en algún momento en el conflicto silencioso de una persona que tuvo que anular una parte de sí por cumplir la norma. Que tuvo que avergonzarse o callar para no molestar a nadie.
Si queremos educar realmente para la diversidad, nuestro sistema necesita conversar en serio sobre transformaciones que esto implica; pues el respeto a las disidencias no puede consistir solo en buenas intenciones, sino que necesita definiciones políticas, condiciones estructurales y prácticas cotidianas.
Pablo Cifuentes Vladilo
- Profesor de castellano y comunicación.
- Mg. En Educación.
- Red Autónoma de Profesoras y Profesores de Magallanes.