Quizás el primer reflejo humano que tenemos al nacer es el llanto y también es, quizás, para muchos y muchas la última de nuestras expresiones antes de expirar.
¿Habrá algo más humano que llorar?
A lo largo de nuestra vida lloramos por diferentes razones, motivos y circunstancias.
Los hay de la lágrima fácil y profusa, también los que a tirones sueltan una lágrima y a los que casi nunca vemos soltar una.
Lloramos de alegría, lloramos de pena, lloramos de rabia, lloramos de ternura, lloramos en compañía, lloramos en soledad, lloramos por un encuentro, lloramos por una despedida, lloramos por una muerte, lloramos por una vida.
Son múltiples los cambios en nuestro cuerpo cuando lloramos. Se nos enrojecen los ojos, la respiración se nos hace profunda, el aire se nos atraganta en la faringe, las manos se nos ponen temblorosas, nos sube la presión, el corazón late más fuerte, la mente se nubla.
El llanto a lo largo de mi vida ha sido siempre una compañía, sé que está ahí, sé que no se ha marchado.
Creo que la claridad sobre el llanto me la enseñó Manolo, un joven con Síndrome de Down que conocí hace años en Santiago. Con él jugábamos, actuábamos, nos divertíamos todo el día, éramos vecinos y amigos.
Un verano su familia me dio permiso para llevarlo un fin de semana a la playa.
Como era el regalón me dieron miles de instrucciones para cuidarlo y su mamá también me entregó los medicamentos que debía tomar.
Llegamos a la playa a Bucalemu, él todo el día muy feliz, en la arena, conociendo gente, conversando, comiendo, tomando helado.
Su mamá me había dicho que si estaba muy ansioso le diera su medicamento, pero como lo vi tan contento no se lo di.
En la noche al acostarnos ocurrió lo increíble, conversamos un rato y luego nos dormimos. Al cabo de un momento me desperté. Manolo estaba sentado sobre su cama llorando profundamente, caían goterones de sus ojos, me miraba y me decía: Mabri, tengo pena, tengo pena.
Lo abracé, lo amparé, pensé en darle sus medicamentos y no lo hice. Y lloró, lloró largamente, mientras lo tenía abrazado y luego se durmió tan plácidamente, tan tranquilo y yo también.
Al día siguiente se despertó como si nada hubiera pasado, se duchó y se fue a la playa corriendo.
Entonces entendí que él era tan feliz en el día, que por las noches tenía que llorar, porque si fuera solamente feliz sería un desequilibrado, un enfermo y como él no lo era, sino que era profundamente equilibrado, por las noches de su vida lloraba, sin razón y sin motivo, lloraba.
Y allí entendí la importancia del llanto, que así como amamos la frondosidad de un árbol, es solamente porque existe la enorme extensión de un desierto.
Porque soy feliz, porque soy alegre, es que lloro y sujeto fuerte cada uno de los pliegues de mi llanto.
Mauricio Guichapany
Actor y dramaturgo chileno.
Amigo querido… Cuanta razón!!!… Un abrazo colmado de luz y de lágrimas de emoción