Los recuerdos de niño de los ochenta son difusos. Se mezclan entre descubrir un mundo nuevo que en muchos casos causaba temor en febriles mentes infantiles. Sonidos y canciones conocidas, en español; que rodeaban los cuartos que habitábamos y le daban un folclórico soundtrack a la vida de inocentes miradas en un contexto demasiado duro y tenso que no sabíamos reconocer.
Cuando mi padre manejaba su colectivo por mi periférica ciudad de nacimiento, solíamos esperarlo con mi mamá en mi cama. Recuerdo que ella escuchaba la radio Colo-Colo. Tarde, cerca de la medianoche, entre susurrados rezos que le ayudaban a tranquilizar la espera, y yo junto a ella, escuchando el cierre de transmisiones de esa radio antes de transformarse en lo que es ahora; un redil de encantadores de serpientes con pulseras mágicas para almas desesperadas.
Pero volvamos al momento de cuando era niño esperando al padre mientras me quedaba dormido con la radio y su musical cierre de transmisiones. Era una música especial. Recuerdo que era un cierre donde, aparte de la añeja voz de frecuencia modulada del locutor que despedía transmisiones y algunas palabras indescifrables en un idioma que no conocía, se escuchaba una melodía solo con una trutuca. Era una melodía que no lograba comprender. No había un ritmo que me pareciera conocido, solo la trutuca, destemplada, poderosa, que de sorprendente pasaba a melancólica y a prestar un bálsamo para el alma de un niño de 10 años que reconoce el ruido del viejo Opala convertido en colectivo del letrero blanco que regresaba al hogar después del turno.
Me queda esa música en la cabeza. Me queda ese recuerdo cargado de aromas de la casa donde nací. Y otras melodías también.
La música de los románticos de radio Aurora (la de la música bonita) acompañó mi niñez en turbios años que desconocía lo que ocurría en otros barrios, donde otras músicas acompañaban la tensa espera por el flash de radio Cooperativa con nuevas que no eran buenas, y que pocos se atrevían a escuchar.
Pero la música me acompañaba. La radio de mi padre en su colectivo era de boleros. No le gustaban los tangos. Los boleros y sus melosas guitarras que ensalzaban la eterna espera del que no puede ver correspondido el amor eterno y sufrido, porque no es amor si no se sufre. En fin, los ochenta.
La música me ha acompañado toda la vida. Pone cierta impronta al momento que vivo, la etapa que transito o la emoción que atravieso. No puedo entender un mundo sin ella.
¿Qué música acompaña el momento que nuestro país atraviesa? ¿Qué música acompañan los pasos de nuestros hijos e hijas en las escuelas? Tal vez sea demasiado viejo ya para mirar con ternura las canciones que se escuchan en las reuniones de jóvenes. No me interesa denostar un ritmo actual porque “todo lo pasado fue mejor”; eso es de la generación de mis padres, ya muy cansados y heridos por la dureza de la vejez en este contexto de dolores y achaques diarios y pensiones de miseria.
Si tuviéramos un soundtrack de este momento como sociedad ¿cuál sería? ¿Cómo musicalizamos la mezcla entre incertidumbre, dolores compartidos y temores impuestos? La música con la que los niños y niñas de hoy se acuestan, ¿ocultan los pasteros balazos en la población?
Las monotonías de los ritmos juveniles se ven interrumpidos por el catchy jingle político que se impone por miedo a lo que vendrá o por la desidia del ciudadano no votante por hastío de lo mostrado por los ilustres de todos los colores.
Me cuesta encontrar, incluso en mis actuales canciones preferidas, consuelo por ver tanta discordia esparcida gratuitamente para luego cobrar por la solución.
En tiempos de la más macondiana elección presidencial de la historia chilena reciente, como que los ritmos vuelven a sonar a marchas prusianas que homogenizan el paso de todo quien oye. Y eso no me termina de asustar cuando uno de los mayores logros es reconocernos diversos, distintos, iguales en derecho, pero con múltiples formas de pensar, sentir y bailar.
Deberíamos a esta altura ya reconocernos como los quilterriers que somos: una mezcla de cuanta cosa pudo alguna vez coincidir en este accidente llamado patria. Y desde ahí, danzar al ritmo de deliciosas fusiones de cuanta cosa hay; ritmos nativos que se amalgaman a viejas canciones de esclavos indescifrables para colonizadores. La tropicalísima alegría del caribe con la delicadeza de un violín europeo. Algo así como “La Poderosa Muerte” de Los Jaivas en Machu Pichu. Y que cada quien se mueva como el cuerpo lo sienta.
Se me ocurre que la elección sea por quien mejor lleve el ritmo. O mejor aún, quien derrame más alegría y contagie más pasión. Y que incluya a todos en el baile. Un jubileo por fin donde la abuela deje a los doloridos pies recordar como bailaba en la juventud, como se meneaba ese esqueleto en una baldosa. Capaz que hasta saque a bailar al viejito del quiosco y se saquen los pasos prohibidos de un tanguito o milonga en sonido 8.1 (como nunca antes lo habían oído).
La vilipendiada fiesta democrática debería venir con un espacio para los sueños de los niños y niñas. Donde la fiesta se transforma en caótica dulzura de niños y niñas riendo y jugando (o sea aprendiendo), en un ambiente protegido y respetuoso de cada ser que lo habita. Y que cada niño o niña sea incluido, sin importar cuan inusual sea. Total, los valoramos como la promesa de esperanza que son, y los cuidamos porque estamos conscientes de la fragilidad que exige nuestro compromiso.
La música que acompaña el momento que vivimos tiene que ver con la emoción que llevamos dentro. Y las emociones son confusas, se difuman en la incertidumbre. Y no quiero que sea así. Como personas que nos agrupamos en un mismo tiempo espacio, me gustaría que la melodía reinante fuera aquella que nos diera tranquilidad a todas y todos; esa paz necesaria para crear otras posibilidades de certezas para vivir.
Hemos estado dos años en una penosa espera de estar con los demás. Dejamos el saludo con un beso en la mejilla porque se transformó en un peligro pandémico. Dejamos el abrazo y apretón de manos para minimizar pantallas después de la sesión.
Perdimos trabajos y cambiamos las formas de estudiar. Desaparecieron las fronteras entre la pega y la casa, entre lo público y lo privado ¿Por qué entonces no corremos a abrazarnos con la alegría de sentirnos después de tanto tiempo? ¿Quién nos convenció que somos una amenaza y no una oportunidad?
Espero que las decisiones que vengan recuerden el hecho de descubrirnos necesarios los unos de los otros. La lección de humildad que debimos aprender de la pandemia es que necesitamos del otro. La ciencia nos salva el cuerpo. El arte nos salva el alma. Entonces, la música de esta nueva normalidad debería llamarnos a danzar en un Ubuntu chileno y picarón. Donde las manos de unos se lazan con la de otros para transformarnos en ese “nosotros” tan anhelado.
Es por ello que debemos aprender a bailar en ese ritmo del nosotros. Porque solo en ese NOSOTROS, tan rebelde del YO impuesto desde el modelo, podemos encontrar espacio para todas y todos.
No podría bailar sin mis hijos. El autismo es una parte nuestra, pero no por ello deberían estar segregados de esta danza. Entonces debo elegir quien pone la música para todos y todas. Para que bailen, se muevan a su ritmo y lleguen a brillar en la pista. Para que las estereotipas sean un estilo de baile, y que no se sientan torpe o meros espectadores en el baile de otros.
Me queda claro. Debo buscar los músicos que sepan adaptarse a los ritmos de mis hijos. No a aquellos que quieran sacarlos del ruedo. Votar por quien invita al baile, no por quien los deje afuera, mirando la fiesta de otros.
Entonces la música que se escuche en cada hogar en la noche va a apaciguar las mentes infantiles y les va a brindar la fiesta de bienvenida que merecen, porque al bailar no solo mueven sus pies, sino que mecen los miedos de las cabezas de sus padres y madres hasta que se duermen esos fantasmas, porque la fiesta es también para sus hijos e hijas, porque la música no tiene prejuicios y te llena el alma pensando que cuando no estés, tus hijos van a poder bailar en el grupo que quieran, porque son parte del todo llamado nosotros. Y bailaran la música que quieran bailar.
Porque la vida sin música es un error, ya que la música es el amor buscando las palabras para expresar cuanto me importas, cuanto necesito que seas feliz para encontrar mi propia felicidad ¿Hagamos el soundtrack de nuestro país para que todos y todas bailen?
Dato freak: la música del cierre de transmisiones de la radio Colo Colo en los 80: https://www.youtube.com/watch?v=EoPF_kx3O80
Fotografía: Ig @andreapiacquadio_
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Que excelente reflexión llena de nostalgias y esperanzas en un futuro más inclusivo.
Hermosa reflexión que mezcla la añoranza y el porvenir. Es indudable que todos estamos marcados a fuego con la música que nos acompaña desde nuestro nacimiento – algunos nos quedamos con los ritmos de nuestra juventud y nos negamos a escuchar los de la juventud actual -, pero creo que es muy humano. Actualmente, como bien dices, la música debe ser inclusiva y que congregue a todos o la mayoría de los habitantes de este país. Nadie sobra.
Felicitaciones!
Patricio Fernández
Gracias! ¿A quién traemos a este baile? Yo invito a Lennon, Dylan, el chilote Campos, la dulce Violeta, Schenke y Nilo, donde estén…