“Todo acto educativo es un acto político”, planteaba el pedagogo y filósofo brasileño Paulo Freire, en su obra La pedagogía del oprimido, libro que se levanta como uno de los pilares teóricos fundamentales en la perspectiva de la pedagogía crítica.
Cuando a fines de 2019 se conformó la Red Autónoma de Profesoras y Profesores de Magallanes, entendimos desde su génesis que como docentes cargamos siempre con la enorme responsabilidad de ser más que instructores en materias específicas. Ser educador implica además asumir un rol social de transformación y, por qué no decirlo, emancipación. En ese sentido, creemos firmemente que la labor docente efectivamente puede (y debe) tener repercusiones directas e indirectas en el tipo de país que tenemos, permitiendo así a todas las personas que componen la sociedad tener las herramientas técnicas, conceptuales, intelectuales, emocionales e interpersonales necesarias para desenvolverse como ciudadanas y ciudadanos activos, reflexivos, críticos y transformadores.
Esa es probablemente una de las grandes críticas que se ha venido haciendo hace casi quince años al sistema educativo de nuestro país, ya que no parece haber interés alguno por parte del Estado en tener efectivamente un modelo pedagógico acorde a las aspiraciones de desarrollo para nuestro país. El diagnóstico es sabido y por lo mismo sostenemos con tanta energía la necesidad de contar con un sistema estatal, gratuito y de altas expectativas que garantice una educación más justa, inclusiva y donde se resguarde la dignidad y los derechos de niñas, niños y adolescentes.
No obstante lo anterior, quizás podemos llevar la reflexión aun más allá y así como cuando niño me gustaba invertir el orden de las palabras para formar significados nuevos, podríamos hacer el ejercicio con la afirmación de Paulo Freire y preguntarnos qué pasa si planteamos que tal como todo acto educativo es un acto político, al mismo tiempo todo acto político es un acto educativo.
Muchas veces se comete el error de pensar que la educación y el desarrollo ético e intelectual de un país depende únicamente del quehacer estrictamente escolar y es así como a profesoras y profesores se nos ha cargado constantemente la responsabilidad (muchas veces culposa) de buena parte de los males de la sociedad. Y es en este punto donde quizás conviene detenerse un momento y preguntarse ¿no es acaso la educación una tarea de la sociedad en su conjunto? Históricamente como sociedad se ha relacionado el éxito o el fracaso de los procesos educativos únicamente con el desempeño y gestión de las escuelas y, en consecuencia, con la labora docente, pero al parecer estamos pasando por alto algo tan natural como es entender que la educación debería ser un proceso constante y permanente en la vida de todas y todos los individuos que componen la sociedad, donde del mismo modo todas y todos comprendamos cuáles son los mínimos comunes a los que aspiramos, cuáles son los anhelos colectivos, cuáles son las responsabilidades que nos atañen, qué tipo de personas queremos ser, qué tipo de sociedad queremos ser.
Ante esto es innegable que el sistema escolar tiene un rol preponderante y tremendamente necesario y así lo hemos sostenido siempre, pero es necesario también establecer con claridad y firmeza que todo acto político es a la vez un acto educativo. Pensémoslo de la siguiente manera: si es el Estado quien tiene el rol de establecer las normas, bases y estructuras para el pueblo en su conjunto, velando además por propender hacia el bien común y el resguardo de los derechos fundamentales; resulta evidente entonces que cada decisión o acción que emana desde el Estado frente a la ciudadanía puede entenderse también como un gesto, como una señal, mensaje o incluso lección.
Sin querer caer en la caricatura paternalista y patriarcal del “Papi Estado”, me permito la analogía de que tal como las acciones y conductas de los adultos cuidadores repercuten sobre la infancia de manera mucho más profunda que cualquier discurso, del mismo modo es posible imaginar que las acciones, posturas y discursos que vengan desde el estado tendrán igualmente un correlato semejante en el modo de vivir de su propia sociedad.
Finalmente creo que es lícito preguntarse: ¿cómo podemos educar en justicia, si desde el estado se lee impunidad para los más poderosos, para femicidas y evasores de impuestos? ¿cómo podemos educar sobre el cuidado del medio ambiente, si nuestro Estado sigue permitiendo zonas de sacrificio, depredación de bosques y saqueo de los cursos de agua? ¿cómo educar en la inclusión, si la comunidad LGBTQIA+ no goza de los mismos derechos que el resto de la ciudadanía? ¿cómo educar en igualdad de género, si se sigue encubriendo y minimizando la violencia estructural y sistémica hacia las mujeres? ¿cómo educar en la solidaridad y la colaboración, si el sistema de pensiones nos sigue diciendo que cada uno se salva solo? ¿cómo educar para la paz con un Estado que ha declarado la guerra a su pueblo?
Es por eso que la educación debe cambiar, pero no por sí sola, sino que debe ser la respuesta institucional a una transformación profunda que replantee la manera que tenemos de vivir en comunidad, para construir así una sociedad más justa, digna, solidaria y democrática.
Fotografía: Andrea Barría.
Pablo Cifuentes Vladilo
- Profesor de castellano y comunicación.
- Mg. En Educación.
- Red Autónoma de Profesoras y Profesores de Magallanes.