En 2002, el director de cine Michael Moore (1954) pateó la mesa con un documental que trataba de explicar las razones que llevan a jóvenes estadounidenses a idear un plan, tomar las armas de la casa familiar (si, en plural), para luego vaciarlas en el cuerpo de sus compañeros. La verdad es que, a mí, habiendo recientemente obtenido mi título de profe por esos años, me impactó la cercanía de la violencia escolar y la manera de hacer un hilo narrativo hasta dar con el crucial hecho de que, si hay matanzas en los colegios de la Babilonia moderna, es porque el contexto no solo lo permite, sino que lo sustenta.
Y claro que, como todo en la vida, el documental tiene un trasfondo político intenso: denunciar la naturalización de la violencia a través de la tenencia de armas en las casas de cualquier ciudadano obediente de las leyes, como en un escenario orwelliano. En el documental, se nos muestra un decrépito Charlton Heston, el héroe épico de las películas de nuestros padres, en su faceta más fanática de armas y violencia disfrazada de la idea de la libertad en la segunda enmienda. Se muestra al Ben Hur con cataratas como aquel abuelo que hace incómodos comentarios en los asados familiares; el viejo cascarrabias que puede decir las barbaridades más terribles, sin pudor ni conciencia de lo violento de su lenguaje; y que le perdonamos todo porque él es así.
Y la violencia está ahí. Se respira en el día a día, en lo que se vende y compra. En la calle y en el barrio. También en las escuelas. No es moda, es un constructo social. Un acuerdo aceptado tácitamente por todos, tan natural como lo es el modo de vestir, comer o relacionarse. La vida es una maraña de relaciones basadas en el poder panóptico con la pistola al cinto como el rudo (y racista, y misógino, y homofóbico) John Wayne de los viejos buenos tiempos.
Pero creímos que el terror era solo de los gringos y su infinito destino manifiesto de acaparar tierras para su inconmensurable Lebensraum, o espacio vital. Y, sin embargo, la copia feliz del Edén decidió también importar la trendy violencia que hace que el llamado segundo hogar se transforme en un lugar donde los niños deben cantar en el suelo para espantar las balas. Ningún niño o niña, absolutamente ninguno, debería siquiera pasar susto dentro de la escuela. Y, sin embargo, los miedos irrumpen como lo hacían antes los juegos y las risas prepandémicas.
En un colegio un niño autista fue tan agredido que no se atreve a volver al colegio y volvió a etapas que sus padres creían superadas. Tortura, podríamos llamarlo. En otra escuela, un niño neurotípico en Santiago ha sido tan dañado por sus pares y la desidia del colegio que se comporta como si tuviera algún daño neurológico. Sus padres ya iniciaron la indigna campaña de bingos para poder costear la salud mental de su trizado hijo. Los bingos que algunos recomendaban hacer para subsanar la falta de Estado.
¿Cuánta violencia estamos dispuestos a aceptar en las escuelas? ¿Cuándo es tiempo, y con qué herramientas, podremos decir basta? La apresurada vuelta a la presencialidad no nos dio tiempo para reflexionar sobre la necesidad imperiosa de pensar el para qué volver. Tampoco los adultos, en la victimización de los tiempos de encierro, vidas suspendidas en un stand-by social de relaciones ajenas, asincrónicas, y sin contacto humano real, nos pusimos a valorar cuanto habíamos perdido de nuestra frágil humanidad. No había tiempo, había que llenar las escuelas. Ni se nos ocurrió el 30% de aumento de bullying y sus derivados como una panorámica global y estadísticamente pavorosa.
Y tenemos razones para pensar que no es casual, sino, como muchos males creados por la humanidad, esa engendrada indolencia de los sistemas supera a la humanidad que los crea. No es solo la historia que se está escribiendo desde 2019. La violencia no se engendra en cosa de unos años. Como el moho que va carcomiendo cimientos, la concepción de esto lleva décadas de sigilosa espera para reventar.
El análisis de la violencia en los colegios no puede, so pena de desidia, entender que su origen radica en los movimientos sociales que se han llevado a cabo desde 2019. Se equivocan (o tal vez no, desde quien defiende su nicho), quienes indican que el haber apoyado la epifánica cacerola dio pie a justificar la violencia que ahora está en el segundo hogar llamado escuela. La memoria selectiva de algunos les hace olvidar la violencia sistemática que campeó sin contrapeso por años. El caldo de cultivo ideal para relacionarnos desde lo violento, desde la duda, el miedo y el resentimiento.
Y por mucho que me duela, y por mucho que me asusta, la violencia si tiene un sentido. Se nos habla desde los miedos de comunicación masiva, como decía Galeano, quienes se empeñan en martillar que la violencia no tiene sentido. Pero siempre la ha tenido, cuando de poder se trata.
La tuvo cuando, casi 50 años atrás, el cantor popular apareció con 44 balas en el cuerpo (¿Por qué tantas? ¿Una no era suficiente para matar la voz?). La violencia simbólica busca causar un efecto de disuasión por medio de la posibilidad cierta de que todo se puede hacer si tienes las armas.
La violencia también está de manera simbólica, pero también carnal, en el hecho de que el llamado despertar de Chile dejó ciegos a tantos. Nada más poético que despertar en penumbras.
Pero la violencia institucional también va en el día a día. El precio de la vida versus el valor del ser. El futuro son los niños, versus, el angelito sabe lo que hacía.
Somos una sociedad violenta porque nos acostumbramos a mirarnos con desconfianza. No somos una oportunidad para el otro, sino una amenaza. Los refugios donde nos cobijamos han caído; iglesias, escuelas… ¿Queda algo en qué creer? La costumbre de brillar, ensuciando el plumaje de las otras aves del corral compartido, nos acostumbra a los empujones y pisotones para salir primero en la foto o en la fila. Y eso lo aceptamos.
Hace rato que la escuela dejó de dictar pautas a la sociedad. Por el contrario, la escuela pasa muchas veces a crear las condiciones para que nada de lo que deba cambiar, pueda cambiar.
Y en la vorágine, nos olvidamos de los niños, niñas y adolescentes. Y, cual Jack y Ralph del Señor de las Moscas, pasaron al baile de demostrar quien tiene más fuerza, con música narco de fondo y el brillo bling-bling de la joyería que rellena los huecos de las carencias afectivas. Y eso también lo aceptamos.
No nos hicimos cargo de los cambios a nivel cerebral que produjo esta bíblica pandemia. No nos pusimos a pensar en cómo recuperar años de encierro. Y ahora nos escandalizamos porque los niños, niñas y adolescentes actúan de acuerdo a lo que pueden.
La violencia institucionalizada la hemos tenido desde la fundación de nuestro país. Y es preciso reconocerla, identificarla, para de a poco lograr derrocarla. Me recuerda las palabras de ese profeta que anduvo diciendo de que solo la verdad nos hará libres. ¿Podremos, como personas que vivimos con los otros, en esa sociedad donde nos entendemos necesarios unos con otros, dejar de lado la arrogancia de mirarnos con la rabia ignorante del que odia lo que desconoce?
La violencia en la escuela es el fruto de años de descomposición social donde por ideologías económicas y políticas (en ese orden) nos hicimos ajenos al prójimo, y ahora vemos esas consecuencias, tan alejadas de la abúlica vida de otros tiempos. Hace poco una vecina muy querida falleció en mi barrio. Ella siempre nos trató con el bello título de vecinos. Así de simple; el bello recordatorio que somos parte de algo mayor, más bello, más íntimo, pero a la vez más colectivo. Y en su muerte, nos deja una ausencia: se fue uno de los nuestros.
Por otro lado, una anónima señora que entrevistan por la TV, a propósito del precio de la parafina en días de frío que desnuda pobrezas, nos dice con la calma y ternura de las personas con experiencia: “no sólo las balas matan, mijo… la indiferencia también mata”. A mí su conclusión me mató un poquito, por lo cruda, lo dolorosa y lo real que es.
Los planes de convivencia escolar serán efectivos cuando volvamos la mirada a ese nosotros, por sobre el individualismo de moda.
Las balas no matan solas, las disparan las personas quienes creen que la violencia soluciona cosas. Tal vez debemos mirar y preguntarnos: “¿Es una decisión personal o una responsabilidad colectiva?”. Recuerdo ese dicho de tribus lejanas (¡qué bello suena la tribu como lo opuesto a lo individual!) que dice que aquel niño que no sienta el calor del abrazo cuando pequeño, de grande quemará la aldea entera para sentir su calor. Si nos ponemos a pensar, lo más cercano a calidad es calidez, entonces nos parece más claro y más necesario que busquemos crear una educación de calidad, con la calidez del corazón humano (imperfecto, lleno de dudas, con necesidad del otro).
El documental termina dejando una pesada amargura en la boca, un metálico sabor a pólvora y acero. El futuro de los niños y niñas en las escuelas se juega hoy, y somos nosotros, los adultos, los llamados a poner cordura dentro del caos. Oiga vecino, linda vecina… ¿Me ayuda con una tarea? Debemos arreglar el pasaje para la fiesta ¿se anima a abrir la puerta y recibirnos con el cálido abrazo que nos debemos hace dos años?
Juan José Lecaros
Fotografía: Ig @cottonbro
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Que llegue a muchas personas! Hay poca lecturas que nace desde lo humano!