En la esquina de mi población, justo en la esquina de dos calles con tránsito y a una cuadra de la feria dominguera, hay una casa de barrio toda amurallada para evitar que alguien se cuele por las rendijas. El sol apenas la toca en verano. Dentro hay oscuridad y probablemente se hace notar por las ventanas enrejadas ese olor de casa de viejos que dejaron de criar hace tiempo y que se han quedado suspendidos en el tiempo mientras la modernidad les pasa por encima. “Azumagado”, le dicen las viejas, ese olor a historias de pobres.
Cada domingo, cuando ya no hace tanto frio en las mañanas de junio pandémico, se asoman dos viejas por la amurallada puerta. Una más alta que la otra. Una más delgada. La otra más entumida. Como pueden, ubican una mesita improvisada justo en las afueras de su puerta de calle. Con modesto orgullo ponen una pitilla donde cuelgan unos chalecos sin mangas tejidos con lo que parecen ser restos de ovillos de lana de distintos colores. Un cartelito hecho de papel de cuaderno con el precio. En la mesa, varias bolsas con hojas recolectadas de tal vez un patio que no se nota desde la calle (le dije que era una casa antigua).
Boldo, menta, cedrón. El mismo etiquetado en cada una. La letra frágil, temblorosa, casi con vergüenza de la cantidad de monedas que se pide por cada una. No se atreven a ponerse en la feria, como tantos coleros que han aparecido. Mucha gente, los inspectores, “están tan peligroso esta cosa” dicen, con el pesar de quien se disculpa por hacer algo que no debe.
No sé cómo les ha ido, pero su porfiado empeño las hace permanecer allí a la espera de ganarse algo para robustecer el alicaído presupuesto de la pensión.
En el otro lado, lejos de la esquina de las viejas de las hierbas, se hizo la ceremonia por cadena nacional. Ya tenemos fecha para la primera sesión de la convención constitucional. Será el 04 de julio de este año. Se ha dado el vamos a un proceso prácticamente sin precedentes en la historia de nuestra patria.
A pesar de los augurios de la casta conservadora, la convención podría resultar en una oportunidad para conocer, por lo menos, a la mayoría de las patrias de nuestro país, lo que va más allá de sus viejas instituciones: los partidos políticos, que arrebataron la representación democrática o las religiones, que se apoderaron de la espiritualidad humana. Una forma nueva que esperamos sea capaz de construir un nuevo contrato social, un nuevo pacto para la terminal convivencia social del sistema político, económico y social impuesto a sangre y fuego por manos enguantadas, y perfeccionado hasta la deshumanización por manos con manicure francesa.
Me pregunto por las manos de las viejitas de la esquina. Curtidas de tantos años de cloro y escoba. Trajinando entre las frutas, legumbres y abarrotes de la feria que tantas veces les ofreció menores precios y que ahora no se atreven a pisar.
Las manos con arrugas profundas, piel gruesa y opaca. Manos que se hicieron fuertes a punta de parar tantas ollas, tantas viandas, tantas carbonadas de hilachas de recolectar lo que dejan los feriantes antes que pase el camión municipal a asear la calle. Ellas no podrían redactar una nueva constitución. Son muy viejas o muy humildes para hacerlo, pero les va a alcanzar para vivir de las consecuencias si no se aprovecha esta oportunidad de mirarles para incluirlas en la “carta magna”.
Echo de menos la participación de las personas en situación de discapacidad. No hablo de la representación, sino de la verdadera participación de esta y las otras minorías que han sido postergadas por tanto tiempo.
¿Se imaginan una constitución autista, down, mestiza o queer? ¿Qué tiene que pasar para que se construya ese Chile para todos, todas y todes?
Me hubiese encantado que una de estas viejitas (llamémosle “doña Juanita”, como ese profesor de la escuela añeja le gustaba utilizar el nombre como metáfora que finalmente era despectiva) estuviera ahí. Seguramente no sabría de convenios, leguleyas jugarretas o acuerdos comerciales que crean soberanías por sobre el poder soberano popular. Pero tal vez sería importante alguien que sepa cuánto cuesta una vianda (o un termo) con comida caliente y reponedora para el viejo de la construcción. Sentido de realidad le dicen. Nos quedamos cortos con los expertos que han participado en cuanta burrada han propuesto desde el olimpo neoliberalizado del enclaustrado Think Tank.
La inclusión (así, sin apellidos) debe ser radical si queremos superar un modelo único, impuesto e irreal. Y en este furibundo espíritu refundacional que me atrevo a insistir en sentar las bases para que sea la educación la que establezca los parámetros éticos en que nos mediremos y no el mercado.
La nueva constitución debe comenzar a parecerse a un manual de convivencia escolar, pero de los que se toman en serio. Un pacto donde todos cedamos un poco por el bien de todos, todas y todes. Un marco regulatorio que sienta las bases para la manera en que elegimos relacionarnos con la oportunidad de transformarnos en la mejor versión de nosotros mismos.
¿Cuáles son las prioridades que debemos rescatar? Un enfoque de derechos humanos nos invita a mirar a los grupos marginados y hacerles un espacio importante en nuestro propio territorio. La discapacidad será entonces, como fue conceptualizada, solo la relación del contexto que hemos creado con las individualidades de cada persona de nuestra sociedad. No un problema personal, sino una obligación de mirar y permitir que el otro sea incluido, visto y respetado.
Las disidencias sexuales no pueden estar sujetas a ningún tipo de discriminación, pues el nuevo pacto significa que sacamos de nuestros closets las fobias que nos ciegan e impiden mirar el ser humano maravilloso que se esconde detrás de cada uno, una, une.
Por último, la constitución debe reconocer la diversidad en todo su esplendor: la neurodiversidad. El reconocer que incluso a nivel cerebral contamos con una diversidad de elementos que nos hacen procesar de manera distinta cada experiencia que transformamos en saberes. Y en atención a esos procesos, tendremos en cuenta la diversidad de formas de relacionarnos, aprender y mirarnos con reverencial reciprocidad.
Para que así, de esta forma, las viejitas de la esquina no sientan vergüenza de ofrecer sus hierbas para incrementar su ingreso per cápita para llegar a fin de mes. Así sus tejidos serían por cariño, para pasar la tarde, para los nietos o el hijo de la hija de la vecina que “se mejoró” recién. Para que así la casa que comparten estas hermanas no esté azumagada de recuerdos de años de pesares, sino llenas de dulces promesas de ese júbilo que implica los años cada vez menos dorados de la pensión de gracia, que suena a tener que agradecer la amarga limosna que no sube para evitar la inflación, que ni una agüita de menta podrá confortar.
Juan José Lecaros
Fotografía: Luis Dalvan
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.