No me interesan en estos momentos sus ondas cerebrales. No tengo interés en mirar electroencefalogramas ni nada parecido. Quiero un rato dejar eso atrás. Es tarde y está dormido. Tengo poco tiempo, siempre igual. Nunca lo suficiente.
Tengo su manito en mi mano. Pequeñísima. Cálida y suave. Su cara es tierna. Está profundamente dormido. Quiero saber qué sueña. A veces ha sonreído durmiendo. A veces llora. Quiero creer que en aquel mundo onírico donde se tocan liras en honor al amor perdido, donde mi parte más profunda se expone, todos somos iguales. Me lo imagino en sueños. No sé por qué, pero imagino el color naranja. Azul sería más apropiado. Azul de Autismo. Tal vez sueña con texturas. El suave roce de sus sábanas, acurrucado por el calor del pecho de su madre. Un pajarito canta. Su canción favorita, una y otra vez. Esa que amamos y odiamos sus papás (siempre se escucha, nunca acaba. Aplaca tempestades, pero también aleja a mundos donde no entramos) me imagino olores ¿Qué olor le gusta a mi hijo? ¿El de su madre? ¿El del pan recién salido del horno? Se me arruga el corazón porque no lo sé aún.
Sonrío durante el siguiente día imaginando lo que hace en sus sueños. Me lo imagino soñando que camina al lado de su madre. Encuentra una flor, la recoge y se arrodilla mi Romeo, con la galantería y romanticismo propio para depositarla en las manos de mamá. Así lo hace en esta realidad, pero en sueños habla. “Te amo mamá. Gracias por cuidarme ¡Vamos más rápido, que mi hermanito nos está ganando!”.
Suena el timbre, vuelta a clases. Reunión en una sala perdida. Oigo voces que hablan a oídos juveniles que no escuchan. Vuelvo a mirar a mi hijo. “No papá, así no es. Mira, la letra de la canción es así. Si, las formas en inglés. Esto es diamond, esto es triangle. Fíjate!” No me puedo reír ante su seriedad frente a este tema de tanta importancia. Invento malas pronunciaciones solo para verlo corregirme. Su voz, esa linda voz que me habla. Sus ojos grandes que se clavan, fijos, que me corrigen, pero que me miran con profundo amor.
Me doy cuenta que tengo una llave de otra sala en los bolsillos. Aviso a un colega que voy a devolverla. No sea que esté complicando a otro profe que la necesite. “Profe, su curso está sólo, cuando vuelvan no entrarán a clases si no está!”, me dice la jefa con mirada inquisitiva. Como si no supiera lo que tengo que hacer, como si estuviera escondiéndome. Ella no sabe siquiera quienes son mis alumnos. Pienso en cómo a ellos tampoco los ven. Me acuerdo de los sinsabores que ellos han experimentado aquí. Pero lo importante es que te vean, la forma, el control externo. La miro sin decir todo esto. Si, ya lo sé, le explico lo de las llaves con el profundo malestar de sentir que te llama la atención quien no te conoce. Si no miran a estos niños, ¿Quién va a mirar por mi hijo con TEA? Rabia y pena me embargan.
Ya hijo, vamos a jugar con tu perro. Mira, dale cariño. Siente su piel. Está contento, mira cómo te hace fiesta. Mi hijo ríe, me cuenta una anécdota de lo que le dijo un compañero de su escuela. Ambos reímos. Ya, ahora a comer. Su plato favorito. Es imposible no reír cuando lo ves comer y hablar al mismo tiempo.
Despierto. Ahora a otra sala. El yo profe de vuelta. Me siento agotado. Mi hijo sueña igual que los demás. Sueña risas, sueña canciones. Sueña conmigo, con su bella madre, con las competencias con su hermanito mayor. Sueña que canta sus canciones frente a toda su escuela, y sueña que lo aplauden por la poesía que recitó.
Tiene solo tres años, y ya la escuela le ha fallado dos veces. No lo miran. No lo acogen. Su mundo está limitado por los adultos. Su mundo lo limita esa profesora indolente, esa mirada que lo juzga, esa Isapre que no cubre sus terapias porque no es su derecho lo importante, sino las ganancias obtenidas.
Pero también estamos nosotros. Su madre, su hermosa y comprometida madre. La luchadora que convierte el dolor en canciones, juegos y cuidados. Están sus amigas terapeutas. En un mundo ya caótico para los normales (técnicamente hablando neurotípicos, aunque aún no conozco a ninguno), me abruma la idea de lo extraño que puede ser para él.
“Papá, no estés serio, ríete, ven, vamos a jugar ¿Dame un pancito?”. Vamos hijo, caminemos por este mundo de ensueño, donde me hablas y me cuentas lo que aún no me puedes decir en el mundo real. Caminemos por este sueño. Tú, tu madre, tu hermano y yo. Vamos a jugar. Olvidémonos del tiempo, de los horarios de las horas. ¡Hay tanto que conversar!
Mientras, déjanos ser tu intérprete, tu escudo. Déjanos cuidarte y enseñarte a ti lo que es verdaderamente importante. A veces tengo miedo, mucho. A veces rabia, demasiada. Por ahora la aplaco. Por ahora busco tu rostro para encontrar las fuerzas y exigirle al mundo que te vea y te acoja. Porque eres vida, eres amor. Eres perfecto en tu diferencia. Porque el amor encarnado no tiene defectos. Porque eres mi virtud. Eres nuestra razón. Hijo, dame la mano. Sigamos caminando entre estas nubes ¿Busquemos más flores para mamá?
Juan José Lecaros C.
- Profesor de Inglés UMCE
- Magíster en Enseñanza del Inglés como Idioma Extranjero (TEFL)
- Magíster en Educación con Mención en Liderazgo Transformacional y Gestión Escolar
- Diplomado en Estrategias de Inclusión Psicoeducativas para niños con Síndrome Autista y Síndrome de Asperger
Es padre de Juan José (11) y Santiago (7). Profesor de inglés por más de 20 años en todo tipo de contextos. Actualmente profesor universitario y supervisor de prácticas pedagogía en inglés.
Desde su experiencia con el diagnóstico de su hijo menor hace 5 años, decide con su esposa crear un lugar para apoyar a las familias y sus procesos dentro del mundo del Espectro Autista. También ha realizado capacitaciones a profesores en materia de inclusión.
Chiquillos, yo que tengo el placer de conocerlos, no me queda más que enviarles un abrazo inmenso, mucho cariño y respeto por esa gran fuerza e inmenso amor que reflejan sus palabras y por lo que son como familia y personas…Carolina (ex vecina)